Bábushkas - Alfa y Omega

La abuela Verónica se ha muerto. Acababa de cumplir 92 años. Era una de las primeras bábushkas que empezó a acudir a las celebraciones, cuando todavía celebrábamos en el pisito que teníamos en la avenida Kolskiy. Lo hacíamos en la mesa de la sala de estar, cinco o seis personas, como las primeras comunidades cristianas. Y cada día el mismo saludo, con la misma sonrisa: «Qué bien que en su casa hace tan bueno». Y el besamanos, que no te librabas nunca. Llevaba un par de años en la cama, después de una rotura de cadera mal curada. Iba a llevarle la Comunión de vez en cuando, y siempre, después de recibir al Señor, en silencio, lloraba.

A veces me preguntan por qué estoy en Múrmansk, «un poco» alejado del mundo mundial. No es la ciudad más bonita del mundo (San Petersburgo es algo mejor en este sentido); no es una ciudad donde haya muchísimos católicos (somos una mínima minoría), pero sí que hay personas que han sufrido mucho durante los años del comunismo y se merecen ser atendidas al final de sus vidas. Son esas abuelas que vienen a las nueve y media de la mañana el domingo, porque el autobús sale muy pronto de su pueblo, y no hay otro, para llegar a tiempo a la Misa. A veces, con –30 ºC. Personas que me dejan una chocolatina en la mesa del despacho, porque saben que me gusta. Que rezan por mí (y por todos mis compañeros) cada día. Por estas personas estamos en Múrmansk los misioneros claretianos.

Hay un par de abuelitas a las que visito en sus casas porque ya no pueden salir. A veces no están muy bien de ánimo, o incluso físicamente. Pero cuando llega la hora de hacer la señal de la cruz, o de rezar el padrenuestro antes de recibir la Comunión, hay una especie de resurrección y el brazo se mueve y las palabras salen solas. Porque la fe está muy arraigada, y se nota. Testigos del Evangelio hasta el final. Que la abuela Verónica siga sonriendo e intercediendo desde el cielo. Así sea.