En mis dos viajes a zonas fronterizas de Ucrania observé el testimonio de la Iglesia ante la furia del mal y de la guerra. La dimensión más importante de ese testimonio es estar en medio de la gente. Acogerlos en su fragilidad y ayudarlos a llevar la cruz de Cristo en su momento de prueba. La guerra, dice el Papa en su mensaje para la 56ª Jornada Mundial de la Paz, «representa una derrota para la humanidad en su conjunto […]. El virus de la guerra es más difícil de vencer que los que afectan al organismo, porque no procede del exterior, sino del interior del corazón humano, corrompido por el pecado».
He visto y experimentado un segundo nivel de testimonio: los gestos concretos de solidaridad que tocan el corazón de las personas. Hay cientos de «artesanos de paz» implicados: sacerdotes, religiosas, voluntarios laicos y otros, en organizaciones caritativas o que se juntan espontáneamente para llevar consuelo. Esto demuestra que «nadie puede salvarse solo», como también escribe el Papa en su mensaje por la paz.
El testimonio diario, dramático y enérgico del Papa constantemente invoca la paz; y él mismo se ofrece para cualquier iniciativa diplomática útil. Hoy, como ha hecho desde el 6 de marzo, cuando nos confió al cardenal Krajewski y a mí la tarea de representarlo en Ucrania y en la frontera con Hungría, Polonia y Eslovaquia, debemos seguir repitiendo: «¡La guerra es una locura! ¡Por favor, paren! ¡Miren esta crueldad!». Sin perder nunca la esperanza. De hecho, el Santo Padre, en su carta al pueblo ucraniano, escribió: «Quisiera regresar con ustedes a Belén, a la prueba que la Sagrada Familia tuvo que enfrentar aquella noche, que solo parecía fría y oscura. En cambio, la luz llegó, no desde los hombres, sino de Dios; no desde la tierra, sino del cielo».
Cada uno puede dar testimonio cada día, acogiendo a nuestro hermano y hermana que huye del conflicto y la desesperanza. Esta es nuestra esperanza: que la luz de Cristo siempre renazca una y otra vez entre nosotros, «especialmente en las horas más oscuras».