Autoestima evangélica
XXX Domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 18, 9-14
Elevar la autoestima se ha convertido en una de las aspiraciones más sugeridas en nuestro tiempo. La proponen comerciantes, seguros de colocar sus productos que tanto ayudan –eso nos dicen– a sentirnos mejor. La repiten psicólogos y terapeutas, que tienen la difícil tarea de serenar el ánimo, sacudido tantas veces por dolencias de dentro y de fuera. La exigen empresarios, artistas o deportistas cuando desean incorporar a sus filas nuevos miembros. Quien no se siente seguro de sí mismo y no se considera mejor que los demás parece abocado al fracaso en un mundo en el que se nos obliga a competir por todo. Al escuchar a Jesucristo, descubrimos, sin embargo, consignas que se alejan –una vez más– de las propuestas del mundo.
En el Evangelio de este domingo, Jesús dirige una parábola a los que, teniéndose por justos, confiaban en sí mismos y despreciaban a los demás. El mismo Señor que nos pide amar al prójimo como nos amamos a nosotros mismos, exige que nos neguemos y que carguemos con la cruz cotidiana para ser discípulos suyos. Pero, ¿quién puede vivir con un mínimo de felicidad si no se acepta a sí mismo? La paradoja es la clave de la lógica evangélica: para vencer nuestras contradicciones y deshacer nuestras divisiones, el Verbo encarnado ha conciliado en Sí los contrarios. Para ganar la vida hay que perderla; para ser uno mismo hay que negarse; para vivir en libertad hay que abrazar sin condiciones la voluntad de Dios; para entender hay que creer; para ser adulto hay que hacerse niño; para ser enaltecido hay que humillarse. En realidad, sólo en Cristo es posible la conciliación de contrarios, porque perder la vida, negarse, ser libre, comprender, hacerse niño o humillarse es sólo posible con Él y desde Él. Tal es el secreto de la condición humana: puesto que la vida nos es dada, nuestro centro no está en nosotros mismos.
Quien se cree autosuficiente y pretende vivir sin Dios, se encuentra vacío de sí y en conflicto con sus semejantes. Para alcanzar su centro, el ser humano debe volverse a Dios. En la parábola del fariseo y del publicano que rezan en el templo, Jesucristo nos enseña a vencer el orgullo que daña el alma y quiebra la relación con Dios y con el prójimo.
Dos suben al templo, pero sólo uno baja justificado. En el fariseo descubrimos la autoestima equivocada; en el publicano, la evangélica. Jesús presenta a uno y a otro con los mismos elementos: el gesto, el pensamiento, la palabra y la mirada. Los dos suben al templo, pero cada uno se sitúa ante Dios de forma diferente. Esos cuatro elementos describen la actitud ante Dios, de la cual depende entender y vivir bien la autoestima. El fariseo cree conocer las cosas del Señor, pero no las vive en su corazón; ora erguido, se cree mejor que los pecadores y se siente satisfecho por cumplir puntualmente los preceptos religiosos; su oración es monólogo de complacencia, sin trato con el Señor. El publicano se sabe necesitado de misericordia y ora reconociendo su pecado delante de Dios; suplica postrado y apartado; no se compara con su prójimo y espera todo del Señor. El primero vuelve a casa vacío de salvación, mientras que el segundo regresa salvado. La autoestima evangélica es ejercicio de humildad: reconocer que nuestra verdadera grandeza está en recibir el amor infinito de Dios.
En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo:
¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.
Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».