Autoestima evangélica - Alfa y Omega

Autoestima evangélica

XXX Domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 18, 9-14

José Rico Pavés
‘La autoestima evangélica es ejercicio de humildad’.

Elevar la autoestima se ha convertido en una de las aspiraciones más sugeridas en nuestro tiempo. La proponen comerciantes, seguros de colocar sus productos que tanto ayudan –eso nos dicen– a sentirnos mejor. La repiten psicólogos y terapeutas, que tienen la difícil tarea de serenar el ánimo, sacudido tantas veces por dolencias de dentro y de fuera. La exigen empresarios, artistas o deportistas cuando desean incorporar a sus filas nuevos miembros. Quien no se siente seguro de sí mismo y no se considera mejor que los demás parece abocado al fracaso en un mundo en el que se nos obliga a competir por todo. Al escuchar a Jesucristo, descubrimos, sin embargo, consignas que se alejan –una vez más– de las propuestas del mundo.

En el Evangelio de este domingo, Jesús dirige una parábola a los que, teniéndose por justos, confiaban en sí mismos y despreciaban a los demás. El mismo Señor que nos pide amar al prójimo como nos amamos a nosotros mismos, exige que nos neguemos y que carguemos con la cruz cotidiana para ser discípulos suyos. Pero, ¿quién puede vivir con un mínimo de felicidad si no se acepta a sí mismo? La paradoja es la clave de la lógica evangélica: para vencer nuestras contradicciones y deshacer nuestras divisiones, el Verbo encarnado ha conciliado en Sí los contrarios. Para ganar la vida hay que perderla; para ser uno mismo hay que negarse; para vivir en libertad hay que abrazar sin condiciones la voluntad de Dios; para entender hay que creer; para ser adulto hay que hacerse niño; para ser enaltecido hay que humillarse. En realidad, sólo en Cristo es posible la conciliación de contrarios, porque perder la vida, negarse, ser libre, comprender, hacerse niño o humillarse es sólo posible con Él y desde Él. Tal es el secreto de la condición humana: puesto que la vida nos es dada, nuestro centro no está en nosotros mismos.

Quien se cree autosuficiente y pretende vivir sin Dios, se encuentra vacío de sí y en conflicto con sus semejantes. Para alcanzar su centro, el ser humano debe volverse a Dios. En la parábola del fariseo y del publicano que rezan en el templo, Jesucristo nos enseña a vencer el orgullo que daña el alma y quiebra la relación con Dios y con el prójimo.

Dos suben al templo, pero sólo uno baja justificado. En el fariseo descubrimos la autoestima equivocada; en el publicano, la evangélica. Jesús presenta a uno y a otro con los mismos elementos: el gesto, el pensamiento, la palabra y la mirada. Los dos suben al templo, pero cada uno se sitúa ante Dios de forma diferente. Esos cuatro elementos describen la actitud ante Dios, de la cual depende entender y vivir bien la autoestima. El fariseo cree conocer las cosas del Señor, pero no las vive en su corazón; ora erguido, se cree mejor que los pecadores y se siente satisfecho por cumplir puntualmente los preceptos religiosos; su oración es monólogo de complacencia, sin trato con el Señor. El publicano se sabe necesitado de misericordia y ora reconociendo su pecado delante de Dios; suplica postrado y apartado; no se compara con su prójimo y espera todo del Señor. El primero vuelve a casa vacío de salvación, mientras que el segundo regresa salvado. La autoestima evangélica es ejercicio de humildad: reconocer que nuestra verdadera grandeza está en recibir el amor infinito de Dios.

XXX Domingo del tiempo ordinario / Evangelio: Lucas 18, 9-14

En aquel tiempo, dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:

«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:

¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.

El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo:

¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador.

Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».