Augusto Paolo Lojudice: «Según el Evangelio, hay que mancharse las manos»
Bautizado por una monja como «el sacerdote de los gitanos», el arzobispo de Siena, uno de los nuevos cardenales nombrados por Francisco, asegura que solo sigue «el ejemplo del buen samaritano». El Papa dice de él que es un obispo «batallero»
¿Cómo acoge esta nueva etapa?
Si le soy sincero, no sé cómo cambiará mi vida a partir del 28 de noviembre. Sé que los cardenales, en la teoría, se ocupan de ayudar al Papa en el camino de la Iglesia universal, pero en la práctica ya veremos.
Usted se había reunido con el Papa pocos días antes de que anunciase un nuevo consistorio. ¿Le dijo lo que tenía en mente?
No, no me dijo nada. Ese no es su estilo. Como siempre dice el Santo Padre, los cardenales los tira desde la ventana del Palacio Apostólico. Hablé con él al día siguiente del anuncio del ángelus y me trasmitió mucha tranquilidad. Yo le expresé mis dudas, y él me dijo: «No te preocupes». Así que solo puedo agradecerle la confianza.
La expresión «pastor con olor a oveja» le queda bien. ¿Qué ha aprendido de esos años en los que estuvo lidiando en primera línea con personas que lo han perdido todo?
El Papa siempre me dice que yo soy uno de los obispos «más batalleros», pero lo único que he hecho es ponerme siempre de la parte del débil. Esto es lo que dice el Evangelio, hay que meterse hasta el fondo y mancharse las manos. Hay cosas que no se pueden hacer desde un despacho o por teléfono. Pero mi experiencia como guía espiritual en el seminario también me ha dejado muy marcado. Uno piensa que en el seminario solo se encuentra con tipos, así como medios perfectos, pero no es así.
En cambio, en las zonas periféricas, he intentado siempre entrar en conversación con la gente y no tener miedo de ir a su encuentro. He tratado de buscar respuestas concretas para poder ayudarlos de verdad. La mayoría de las veces, sin resultados positivos, eso también. Son personas que viven en realidades muy difíciles, y que tienen una historia detrás de sufrimiento que las ha llevado hasta allí. Cada uno con su responsabilidad, claro está, pero hay algunos que lo han tenido en la vida más difícil que otros. Y en esos casos, no basta solo con darles una palmadita en la espalda. Yo solo sigo el ejemplo del Evangelio del buen samaritano. No podemos permanecer inertes ante estas situaciones, pero tampoco tocar los extremos, que son muy peligrosos.
Una monja incluso llegó a bautizarle como «el sacerdote de los gitanos». ¿Recuerda alguna historia?
Cuando visitaba a las familias en Tor Bella Monaca, salía a su encuentro y me tocaba ir llamando puerta por puerta. Una vez me abrió en medio de la oscuridad una señora. Del interior de la casa salía un olor nauseabundo. Vivía sin luz, ni gas, en un estado de indigencia tal que en su casa había hasta cadáveres de animales muertos. Otra vez, otra señora del barrio, también con trastornos mentales, me dijo que su marido estaba durmiendo en el salón y al acercarme me di cuenta de que estaba muerto. El médico certificó después que había fallecido hacía casi una semana. Pero también hay historias milagro. Como, por ejemplo, la de una chica, en cuya vida era difícil ver alguna esperanza, incluso para los creyentes. Era adicta a las drogas y había sido prostituida por su propia familia desde que tenía 11 años. Yo la conocí cuando tenía 17. Al final, con ayuda, entró en una comunidad y logró desintoxicarse. Hay que darles una oportunidad, sabiendo también que muchas veces no va a resultar.
En 2015 el Papa Francisco se reunió con cerca de 5.000 gitanos en el Vaticano. Usted fue uno de sus principales impulsores.
Sí. Recuerdo que una mujer, que se presentó ante el Papa con sus cuatro hijos, le pidió: «¿Me bautiza usted?». Y Francisco, que no se deja escapar ninguna ocasión, le dijo que sí. Le preguntó quién la acompañaba y ella me señaló. Entonces el Papa me hizo un gesto con la mano –«luego hablamos»–. Él se empeñó en pagar de su bolsillo todos los gastos del viaje que trajo hasta Santa Marta a las familias que iban a bautizarse.
¿Cómo cree que le ayudarán ahora, en su servicio como cardenal, estas experiencias?
Yo creo que están justo en la base por la que el Papa me ha elegido. Cuando me pidieron que dejara de ser párroco en Tor Bella Monaca para dar clase en un seminario y ocuparme de las cosas del espíritu, sentí esta misma sensación. En aquel momento era inédito que un cura de una periferia se convirtiera en padre espiritual. Pero creo que eso me ayudó mucho en el seminario. Me inventé una serie de ejercicios con situaciones extremas para que los seminaristas se pusieran a prueba, como parte de la formación.
¿Se ha sentido más cerca de Dios cuando estaba, por ejemplo, en medio de los campos de los gitanos?
Lo que sentí con claridad fue la fuerza del corazón del Evangelio. Me venían con nitidez a la mente las imágenes evangélicas del buen samaritano y del capitulo 25 de Mateo; esa frase, «me lo habéis hecho a mí», en la que Jesús nos dice que Él está allí donde hay sufrimiento.
Me ponía en la piel de esos niños, en sus ojos, que tenían por desgracia el destino de la delincuencia marcado. Y me preguntaba: ¿qué puedo hacer yo, un simple cura, por ellos?, ¿qué puedo darles para que estos niños tengan un futuro distinto?