Atrapados en la ruta de los Balcanes
No Name Kitchen, pequeña ONG puesta en marcha por voluntarios españoles, se ha convertido en uno de los pocos apoyos para los 10.000 migrantes atrapados en terribles condiciones en Bosnia y Serbia en su tránsito hacia la UE
También Europa tiene a su Jakelin Caal, la niña guatemalteca solicitante de asilo fallecida mientras se hallaba detenida por la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. En realidad, hay muchas historias similares a la suya, dice Bruno Álvarez Contreras, uno de los fundadores de la ONG No Name Kitchen, que reparte su tiempo entre Bosnia y Serbia.
El primer nombre que le viene a la cabeza es el de Madina Hussiny. Tenía 6 años, uno menos que Jakelin. Tras una travesía de dos años desde Afganistán, sus padres entraron en noviembre de 2017 en territorio de la Unión Europa. Traían a seis de sus diez hijos con la intención de iniciar los trámites para la reunificación familiar con el resto de la prole cuando se hubieran instalado en Londres. Su alegría duró solo unas horas. Fueron interceptados por la Policía fronteriza croata, que se negó a trasladarles a una comisaría para que pudieran solicitar asilo político (el padre, Rahmat Shah, huyó de Afganistán, amenazado de muerte, por haber trabajado para el Ejército estadounidense). A pesar de que era de noche y los Hussiny estaban exhaustos, les obligaron a volver a Serbia caminando por las vías del ferrocarril. No vieron un tren aproximarse a toda velocidad.
A Madina la enterraron junto a otros tres migrantes fallecidos en su camino a Europa: Hamidi Hadare, Abu Shafar Mustafa y un tal Mohamadi cuyo apellido resulta ilegible en la inscripción en un madero. Eso, después de dos días de angustia, sin saber si la niña había sobrevivido al accidente. A los Hussiny no se les permitió acompañar a Madina en la ambulancia; fueron de inmediato deportados de nuevo a Serbia. Las autoridades croatas ni siquiera se molestaron en limpiar el cuerpo de sangre y barro antes de devolvérselo a su madre.
«Historias como esta te podría contar 3.000», prosigue Bruno Álvarez, un joven asturiano –hoy tiene 32 años– que en diciembre de 2016 se marchó a trabajar como voluntario a Grecia y decidió no reincorporarse a su trabajo, justo cuando acababa de conseguir un contrato fijo en una gran compañía aérea como auxiliar de vuelo.
El cierre de la ruta de los Balcanes, con la construcción de grandes alambradas en la frontera este de la UE, dejó por entonces en un limbo a decenas de miles de personas procedentes de Siria, Irak o Pakistán. Bruno y otros cinco amigos oyeron que la situación era desesperada en Serbia, y allí se fueron en una furgoneta. Con unas ollas que les donaron montaron una cocina en unos barracones de Belgrado, hasta que poco después la Policía desmanteló el lugar.
Se instalaron acto seguido en Sid, cerca de la frontera serbocroata, ampliando el grupo con voluntarios de Alemania, Reino Unido, Serbia, Argentina, México… «Es alucinante. Nadie cobra nada, y tenemos lista de espera. Nos hemos visto obligados a limitar el número de voluntarios a unos 20 para que esto sea operativo».
Explosión de solidaridad en Bosnia
Siguiendo los flujos migratorios, en febrero la ONG abrió una nueva base a unos pocos kilómetros de Sid, en Velika Kladusa, ciudad bosnia de 45.000 habitantes junto a la frontera con Croacia. La solidaridad de esta localidad ha dado la vuelta al mundo, con restaurantes como el Kod Latana o la pizzería Teferic que sirven comidas gratis a los migrantes. El dueño de este último establecimiento, Asim Latic, es un veterano de la guerra de los Balcanes que se vio a sí mismo reflejado en estas personas y prometió a hacer todo lo posible para evitar que pasaran hambre. En los últimos diez meses su establecimiento ha repartido más de 100.000 menús, a un ritmo de 400 al día, gracias al trabajo de varios voluntarios y a la financiación de ONG y donantes particulares de todo el mundo.
Pero «la magia» ha empezado a desvanecerse en Velika Kladusa, cuenta Bruno Álvarez. Las personas particulares, «por lo general», siguen ayudando en todo lo que pueden, pero las autoridades del país –muy dependiente de la ayuda europea– han empezado a aplicar una política de mano dura. Hace apenas dos semanas la Policía local desmanteló el campamento que los vecinos habían ayudado a levantar en medio de la ciudad y fue casa por casa expulsando a familias y a personas sin papeles acogidas en hogares particulares.
Con la ayuda de Médicos Sin Fronteras y en colaboración con una ONG local, No Name Kitchen ha vuelto a armar todo el operativo en un prado cercano. Allí ofrecen una ducha de agua caliente dos o tres veces por semana, algo de comida, lavado de ropa y servicio médico, fundamentalmente para asistir a las personas que llegan desde Croacia –y en ocasiones desde Eslovenia– deportadas y con claros signos de maltrato. «Por mucho que los peguen no conozco a uno solo que se haya dado la vuelta y haya dicho: “Me vuelvo a mi país”», asegura el activista asturiano. «Sus familias han invertido todo el dinero que tenían en ellos, han vendido sus casas para darles una oportunidad. No van a rendirse. He visto a algunos intentar cruzar la frontera 30 o 40 veces. Vuelven llenos de heridas por los golpes, con los pies destrozados por la caminata… La Policía les quita el dinero, les rompe el móvil (para ellos el móvil lo es todo: el GPS para orientarse en la frontera, el medio para contactar con su familia…). La situación es lamentable. Están atrapados, legalmente no existe una salida para ellos. Y la cosa va cada vez a peor»: no solo se ignoran las denuncias de violaciones de derechos humanos, sino que la respuesta de la UE ha sido reforzar aún más el operativo policial, con el próximo envío a la zona de efectivos de Frontex, la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas, para contener a los 5.000 o 6.000 migrantes sin papeles que se estima que viven hoy en Bosnia, más los 4.000 que hay en Serbia. «Se va a poner la cosa bastante calentita…».
Mientras denuncian estas situaciones, No Name Kitchen y el resto de organizaciones humanitarias sobre el terreno se encuentran a diario con «mil frentes abiertos cada día» para atender el goteo cotidiano de personas que intentan hacer realidad su sueño europeo y «buscando debajo de las piedras» financiación para poder seguir pagando las facturas. Estos días de gélido invierno su mayor preocupación se debe a la amenaza de que les corten el suministro de agua por impago. «Sería un drama tener que prescindir de las duchas», dice Bruno Álvarez.
El nombre de No Name Kitchen es conocido para muchas personas no por su trabajo en Bosnia y Serbia, sino por la ayuda que la ONG venía prestando desde febrero a migrantes y refugiados en una fábrica abandonada de Roma, hasta que en noviembre el ministro de Interior y vicepresidente del Gobierno italiano, Matteo Salvini, ordenó desmantelar el campamento. Allí quedó, inutilizada, una furgoneta de la organización. Hace unos días el vehículo pudo ser finalmente reparado. Y tras hacer parada en Francia, en la granja de Cédric Herrou (célebre por haber sido condenado –y posteriormente absuelto por el Supremo galo– tras rescatar a unos 200 migrantes que entraron al país desde Italia por la peligrosa ruta alpina), se dirigía, al cierre de esta edición, a Melilla, a la frontera sur española, otro de los puntos negros en lo que respecta a vulneración de los derechos humanos en Europa.