Así son los nuevos curas de Madrid
Once diáconos recibieron el pasado sábado, 27 de abril, la ordenación sacerdotal en la catedral de la Almudena; las primeras ordenaciones de José Cobo como arzobispo de Madrid y cardenal de la Iglesia, en las que recordó a los jóvenes que «sois sacerdotes para que Cristo siga ofreciéndose a su pueblo santo»
Alonso Salcedo no pudo ocultar en ningún momento su alegría. En la catedral de la Almudena, situado ante el altar, rodeado de compañeros —hermanos, amigos, comunidad— recibía el Orden sacerdotal como presbítero en una solemnísima celebración en la que la archidiócesis de Madrid iba a acoger a once nuevos sacerdotes. Sin decir nada, solo con su sonrisa permanente, era testimonio arrollador de que «esto merece la pena», como dijo el arzobispo de Madrid, cardenal José Cobo, al finalizar la ceremonia. Hasta llegar a este día, Alonso ha recorrido un camino en el que Dios ha ido pasando de forma sencilla. Como Elías, lo encontró en la brisa suave y, como Samuel, dijo «aquí estoy, porque me has llamado». Con Alonso están también Mario Arcos, David Carrascal, Pedro Casado, Chema Gutiérrez, Borja Lizarraga, Ignacio Ozores y Felipe Rodrigues, del Seminario Conciliar de Madrid; Tomás Basallo e Ignacio Golmayo, discípulos de los Corazones de Jesús y María, y Alejandro Aldavero, de los franciscanos conventuales. Las semanas previas han sido de nervios, y en ellas hemos ido conociendo a los del conciliar, viendo cómo el Señor hace una historia de amor única con cada uno.
A algunos los llamó ya desde su niñez, como a David. Qué profética aquella frase de su catequista, cuando le dijo a su madre: «Déjale que sea monaguillo, porque este chico tiene futuro». Nada espectacular, un sí sostenido en el que ahora es sostenido por la Iglesia. La brisa suave también en la vocación de Chema, pinta de despistado, grado superior de Música en oboe, para quien lo de entrar en el seminario fue una consecución lógica a una vocación temprana. «Llega un momento en que te han lanzado la pelota y hay que jugar». Una llamada en la calma a la que también respondió Mario, bautizado a puerta cerrada en su Cuba comunista natal y que bebió de la fe de sus abuelos. «No te olvides nunca de que lo importante es Jesucristo», le dijo su abuela Marta la última vez que la vio con vida.
Esa insinuación del Señor que fue creciendo y cogiendo fuerza en sus corazones produjo en ellos estupor y, no en pocas ocasiones, un querer huir, como cuando a Jonás el Señor le pidió ir a Nínive y salió en dirección contraria. El «juego del ratón y el gato», le llama Borja, apasionado de la Fórmula 1, de la que ha aprendido, entre otras cosas, que «no hay que rendirse nunca ni desesperar». En todos, el Señor se ha servido de personas para acercarlos a Él. A veces, incluso, alejadas de la Iglesia. Como a Felipe. Una amiga atea le hizo ver, en sus momentos de mayor oscuridad, que «si crees en Dios, no dejes la fe por los problemas que hayas podido tener; sigue creyendo en Dios». Sí, Felipe sufrió noches del alma; un primer intento de entrar en el seminario en su Caracas natal; un segundo, que abandonó poco antes de ser ordenado diácono; y ahora, ya en Madrid, recibe la ordenación teniendo la certeza de que si uno se confía y abandona en Dios, y deja de intentar tener el control de todo, puede realmente llevar una vida plena. También lo pasó mal Ignacio, el más joven de los ordenandos con sus 24 años a punto de 25. Tan joven que para ordenarse ha requerido una dispensa del arzobispo. Para él, cuarto fue un curso de muchísimas dudas. En esos momentos, cayó en sus manos Isaías con eso de que «vuestra fuerza está en confiar y estar tranquilos». «Tranquilo. Esto era lo que escuchaba una y otra vez de boca de Dios». Y pasó la marejada.
Y de Ignacio a Pedro, el neopresbítero de mayor edad del grupo: 48 años. Ignacio era casi un bebé cuando Pedro escuchó en Cuatro Vientos al Papa san Juan Pablo II decir aquello de «merece la pena dar la vida por el Evangelio y por los hermanos», y esto a él le sonó a ser sacerdote. Pero ha necesitado toda una vida de dejarse pulir por el Señor, de ir arrojando fuera miedos, inseguridades, rigideces para ser el sacerdote que Dios quiere que sea. Se refiere a sí mismo como el llamado a la «undécima hora» de la parábola, pero qué bonitas son las llamadas de la tarde cuando el corazón del hombre descansa por fin. «Nunca es tarde, nunca, y Dios tiene un sueño para cada uno; el momento de mayor oscuridad es solo el anterior a la mayor claridad».
Los dejamos en la explanada de la Almudena, frente a la plaza de la Armería, finalizada la ceremonia. No es un tópico el hecho de que son muy diferentes cada uno. Pero se quieren entre ellos y aman al mundo en el que les ha tocado vivir. Se preocupan por la gente y tienen sed de almas. «Sois sacerdotes para que Cristo siga ofreciéndose a su pueblo santo», les trasladó el arzobispo de Madrid en la homilía. Sus amigos y jóvenes de sus parroquias los mantean. Júbilo desmedido, mientras unas turistas extranjeras ríen asombradas viendo a Alejandro, con su hábito, volando por los aires. Así están, en manos de sus fieles, comenzando su vida sacerdotal «caminando juntos como pueblo», como les había dicho Cobo, y habiendo hecho suyo el cuidado de las personas que les pidió el cardenal: «Llevad a Dios las preocupaciones y las angustias de vuestras comunidades, las heridas de nuestra gente y las alegrías del pueblo de Dios».
Alonso Salcedo. «El seminario me ha ayudado mucho a un crecimiento humano. Soy consciente de que tengo virtudes y debilidades, pero saben perfectamente a quién ordenan y esto me da mucha paz; estoy muy orgulloso de mi seminario».
Borja Lizarraga. «A los jóvenes les diría que se atrevan a confiar en el Señor. ¿Por qué no va a seguir buscando apóstoles del siglo XXI? Me gustaría ser un sacerdote entregado, que ayude y acompañe a los demás por amor al Señor».
Chema Gutiérrez. «Este tiempo he sido yo mismo, no me he puesto caretas; no me he dejado incluso ningún defecto sin mostrar. El Señor ha llamado a quien yo era, no a ningún ideal. Todo esto de la vocación ha sido continuar con la vida».
David Carrascal. «Soy la misma persona, pero soy del Señor completamente. Sacerdote para siempre. Valoro mucho lo que el seminario me ha enseñado de vivir en comunidad. Como sacerdote, desearía estar en el Corazón de Cristo».
Felipe Rodrigues. «Dios no me abandonaba nunca, aunque yo sentí que le daba la espalda. Dejé que Dios me hablara y lo escuché. La felicidad solo se encuentra cuando has descubierto el sentido de la vida, que es Cristo».
Ignacio Ozores. «Desearía tener un corazón que se deja afectar por la vida de los que tiene alrededor, que late con el de la gente, que es herido por las heridas de la gente; vivir una paternidad como la de muy buenos sacerdotes que he conocido».
Mario Arcos. De los sacerdotes mayores «se aprende lo que es verdaderamente el llamado que nos hace Jesucristo, que es estar con la gente, cuidar de la gente, amar a la gente; y sobre todo la fidelidad, la confianza, la perseverancia, el amor a Cristo y el amor a la Iglesia».
Pedro Casado. «Por la boca de los sencillos es donde mejor habla Dios. Me he dado cuenta no tanto de la sed que tiene el hombre de Dios, sino de la sed de Dios de todo ser humano. El Creador del universo te llama a ser su transparencia y esto merece la vida».