Arturo Sosa, SJ: «Despojémonos de la seguridad de que lo sabemos todo»
En pleno Año Ignaciano, el prepósito general de los jesuitas recibe a Alfa y Omega en Roma. Anima a confiar en Dios y cambiar la mirada, como hicieron el propio san Ignacio, el padre Arrupe o Stan Swamy, fallecido hace unas semanas en la India «por una injusticia tremenda»
Celebramos 500 años de la conversión de san Ignacio: el cañonazo, la lectura de vidas de santos, el despojamiento… ¿Qué es central?
El encuentro personal con Jesucristo. Todos esos elementos llevaron a san Ignacio a ver a la persona de Jesús y a encontrarse con Él. Cuando Jesús se hace el centro de su vida, le cambia todo: la mirada, la sensibilidad, la capacidad interior de ver sus movimientos…
Usted conoció a los jesuitas de manos de vascos y navarros en su colegio, ¿qué recuerda?
Recuerdo la cercanía humana de estas personas, que eran personas accesibles. Tenían una espiritualidad contagiosa, no impuesta; era algo que se vivía en el campo de fútbol, en el colegio, en las clases, en la Misa… No era una cosa artificial, sino entrelazada con la vida. Y tengo que reconocer con profundo respeto y cariño su interés por Venezuela. Nos llevaron a conocer el país y nos pusieron en sintonía con los procesos que estaban sucediendo. Era un tiempo muy interesante, con el fin de la dictadura militar y el comienzo de la experiencia democrática.
Cuando se suscita esa primera vocación, ¿qué se mueve en su interior? Cuenta que pensó en ser médico o sociólogo, y acabo siendo sacerdote, que tiene algo de curar y de tratar con gente.
La palabra salvación y la palabra salud tienen la misma raíz etimológica, como libertad y liberación. Fue naciendo un compromiso muy fuerte con curar las heridas con las que nos encontramos. Heridas que al principio son más físicas, pero después te vas dando cuenta de que también son sociales, espirituales… Ciertamente la vocación a la Compañía me permite a mí juntar muchas de esas cosas. No he sido médico, pero sí he trabajado en el campo de las ciencias sociales toda mi vida; he trabajado el acercamiento espiritual a través de los ejercicios y el acompañamiento, y he promovido el análisis político desde una perspectiva de liberación. La vocación a la Compañía tiene todos esos elementos, que también están en el Evangelio. Los grandes signos que hizo Jesús fueron curaciones de enfermos, de relaciones, de personas que estaban endemoniadas. Eso es parte de cómo se vive la evangelización.
La medicina ha avanzado a pasos agigantados. Para las heridas de este mundo, ¿qué utilidad tienen hoy los ejercicios o el examen del día que recetaba san Ignacio?
El examen ignaciano no es un examen de conciencia, sino que implica estar permanentemente atento a encontrar a Dios en todas las cosas. Comienza con una acción de gracias, mientras que otros exámenes de conciencia comienzan reconociendo los pecados. Te invita a dar gracias a Dios por estar ahí y dónde has encontrado a Dios en este momento de tu vida. Los ejercicios te llevan a hacer una elección y a crear una familiaridad con Dios y a encontrarlo en todas las cosas. El examen te permite no olvidar eso. San Ignacio también decía que los confesores debían examinarse cada vez que recibían a un penitente y lo despedían para examinar si ellos habían sido imagen de la misericordia de Dios para esa persona.
La Compañía ha regalado muchos santos al mundo desde entonces. ¿Hay alguno al que tenga especial devoción?
Es una pregunta que me cuesta responder. Hay muchos santos que no son reconocidos como tal, que no han sido canonizados. He conocido a varios. Son personas de carne y hueso que sufren. Me genera devoción la inmensa cantidad de formas en las que se puede ser santo. Si me aprietas te digo dos hermanos porteros: san Alonso Rodríguez y el beato Francisco Gárate. Pasaron su vida en una portería. Visto desde fuera parece el lugar más inútil del mundo, pero es un lugar donde te encuentras con toda clase de gente… Alonso Rodríguez ayudó a Pedro Claver a emprender el camino misionero y le ayudó a irse a las Indias. El hermano Gárate estuvo 40 años en una portería, que se puede ver en Deusto. Son dos modelos de santidad de una sensibilidad tremenda, que no daban ejercicios en la portería, pero casi, porque acompañaban a la gente. Y luego, por supuesto, mi mayor devoción a un santo de la Compañía es a Pedro Arrupe.
¿Cómo avanza la causa de Arrupe?
Avanza bien. Es una causa compleja por el trabajo que hay que hacer. Su vida es larga y se divide en muchas partes. Y además fue general de la Compañía 18 años, por lo que el material que hay es ingente. La parte histórica está prácticamente cerrada. Se han recogido también testimonios en España e Italia, aunque falta Japón, adonde no se ha podido ir por la pandemia. Con esto se acabaría la parte diocesana, que es la más complicada, y tenemos la ilusión de que se termine en este 2021.
¿Usted lo trató?
Sí. Un poco de lejos. Yo era un jovencito. Entré en la Compañía al año siguiente de que él fuera elegido como general. Pasó por Venezuela cuando yo era novicio, y después le vi aquí en Roma, cuando estuve tres años haciendo Teología. Él venía al colegio del Gesù un par de veces al año y había cierta posibilidad de interacción. De hecho, fue él quien me trajo a Roma. Yo no tenía ninguna intención de venir; era lo último que quería hacer en la vida. Era un momento de auge creativo de la teología latinoamericana. En El Salvador estaba naciendo una escuela y allá queríamos ir un compañero y yo. O a Chile. Pero Arrupe dijo: «Mejor que vengan para acá». Con gran visión, acababa de fundar el colegio del Gesù para reunir a jesuitas de todo el mundo. Tenía una perspectiva más universal de la misión. En aquel momento éramos 70 de más 30 provincias jesuitas distintas. Agradezco la terquedad de Arrupe y del provincial de Venezuela para que viniese a Roma.
¿Tiene que hacer algo de autocrítica la Compañía de aquella época?
Al ver la historia de Arrupe, en su contexto, crece su figura. Tuvo una formación muy tradicional. No era una persona de ideas teológicas más allá… Eso sí, era un misionero. Tenía muy clara la vocación misionera de la Compañía. Hizo la experiencia de inculturación, como luego Adolfo Nicolás.
A Arrupe las bombas de Hiroshima y Nagasaki le cambiaron la vida. Es una persona que conoce de cerca el sufrimiento humano y que entiende la necesidad de abrirse a la novedad. En ese sentido, fue persona con una audacia tremenda para confiar en los demás. No sé si se entendió en ese momento. Muchas cosas las hizo confiando en los jesuitas que se las estaban proponiendo. Por supuesto hubo equivocaciones, pero estamos hablando de un momento en el que la Iglesia hace una apuesta clara que es el Concilio Vaticano II. Fue un momento de revolver las aguas y hubo exageraciones de un lado y de otro, también en la Compañía. Pero Arrupe tuvo una confianza tremenda en que ese era el camino de la Iglesia. Era audaz: «Esto es lo que hay que hacer. No sabemos cómo, pero vamos».
A Nicolás lo entrevistamos poco después de ser elegido usted. Hablaba de la inculturacion y de tender puentes con otras religiones. ¿Qué inculturación sigue haciendo falta? ¿Tiene sentido en tiempos globalización?
En primer lugar, diría que la inculturación no es una discusión en la Compañía, es parte de la vida y no de ahora, sino de siempre. Es asombrosa la capacidad que han tenido los jesuitas desde el comienzo de tratar de entender el sitio donde estaban. Hay que ver la cantidad de descripciones que hay de sus viajes, de la gente… Son muy conocidos los de China y la India, pero también en América Latina y lo mismo en Europa, Estados Unidos o Canadá. Hoy la Compañía de Jesús es un cuerpo multicultural, impresionante. En el comedor de esta casa te asombra la diversidad. Hoy hay vocaciones, más o menos según el caso, en todos los países en donde estamos trabajando. Eso nos pone ante un desafío nuevo: el de la interculturalidad. Una cosa es ser multiculturales –el poder vivir culturas distintas– y otra es ser interculturales, lograr que esa diversidad enriquezca porque yo doy lo que soy y recibo de los otros. La variedad es una riqueza y hay que aprovecharla.
La globalización tiene grandísimas ventajas, pero una de las tendencias del mercado globalizado es a la homogeneidad, que de alguna manera es una imposición cultural. Cuando tú ves a un japonés vistiendo la misma camisa de Hard Rock que viste uno de Nueva York u otro de un barrio de Caracas, pues aquí pasa algo. La tendencia del mercado globalizado es a homogeneizar porque es lo que produce más beneficio. La tendencia de la inculturación y la inculturalidad es la contraria: a desarrollar, a mantener la diversidad…
Nos hemos quedado con muy mal sabor de boca porque el padre Swamy tenía un compromiso desde hace 50 años con los adivasi, que son los descartados en la sociedad de la India; era un defensor de los derechos humanos que muere por una injusticia tremenda. Las acusaciones contra Swamy son algo absolutamente absurdo. Van contra los que defienden los derechos humanos, especialmente de los indígenas de la India, y está el tema de la tierra por detrás… Y ha caído muy mal porque en qué cabeza cabe que a una persona con esa trayectoria, con 84 años de edad, enferma de párkinson, la metas en la cárcel sin ofrecerle las condiciones mínimas para que pueda vivir. El párkinson del padre Swamy era tal que este vaso [coge uno] no lo podía llevar a la boca sin botarlo porque le temblaban las manos. Pasaron varios meses hasta que le permitieron tener una pajita para sorber sin derramar todo. Además, tres o cuatro veces los tribunales le negaron el arresto domiciliario, que es una cosa obvia, y contrajo la COVID en la cárcel y eso desencadenó un proceso de salud que lo llevó a la muerte.
Por otro lado, hay una paradoja: la cruz de Cristo no tiene sentido y se convierte en un signo. La situación del padre Swamy ha sido un aldabonazo: hemos visto cosas que están pasando en la India y su testimonio va más allá de él. Me conmueve que, cada vez que escribía o se comunicaba con alguien, no hablaba de sí mismo, no hablaba de su sufrimiento, no pedía cosas para sí; pedía cosas para los demás… El padre Xavier Jeyaraj, que ahora está aquí y trabajó con él en la India, logró hablar con él unos días antes de que se muriera y le decía: «Estamos trabajando con los tribunales». Y él le respondía: «Pero hay mucha gente presa injustamente. No soy yo, preocúpese por ellos».
Hay 15.000 jesuitas repartidos por 127 países y le llegará información de muchos. ¿Por qué países está más preocupado? ¿Adónde deberíamos mirar?
Bueno, hoy [por el miércoles 7] no sé si vieron la noticia del asesinato del presidente de Haití. Es un volcán en erupción desde hace tiempo y los jesuitas están haciendo un trabajo muy bonito de presencia y de estar ahí… También trato de seguir de cerca la situación de Myanmar, de Siria, de Líbano, o de Etiopía, que nadie habla de ella y en Tigray se está matando a gente todos los días. O de República Democrática del Congo, que aparece poco. O de Nicaragua, donde hay un acoso directo a la Universidad Centroamericana y el colegio, y al rector. Hay muchas zonas del mundo que mantienen a uno en oración y atención.
¿Y su querida Venezuela?
No solamente nací allí; tengo un hermano que vive fuera, pero mis cuatro hermanas y mi mamá viven en Caracas. Gran parte de mi familia vive allá, salvo algunos sobrinos que han salido. Y están los jesuitas, con una provincia muy activa y muy comprometida en las parroquias, con Fe y Alegría, con la universidad. A mí me conmueve lo que está viviendo la gente. Solo porque hay cinco millones de venezolanos que viven fuera y mandan algo de dinero la gente puede vivir. Y me admira la generosidad de los que están allá ayudándose mutuamente, de los jesuitas, de la Iglesia… Por ejemplo, Fe y Alegría maneja en Venezuela 220 escuelas y 20 emisoras de radio, y jesuitas ahí hay diez… Ser maestro en Venezuela es una forma de santidad o de heroicidad porque, con lo que gana un maestro, no paga ni el pasaje para llegar a la escuela.
En estos momentos hay procesos de negociación en marcha que ofrecen un poquito de esperanza, pero son muy complejos. Durante todos estos años han creado tal división en la sociedad venezolana que reconstruirla, incluso para negociar, ya es difícil. Y para reconstruir un tejido social y una sociedad que pueda vivir en paz y democráticamente va a hacer falta tiempo y un esfuerzo muy grande.
¿Qué supone que el Papa y el Papa negro sean iberoamericanos y jesuitas?
No me digas el Papa negro [se ríe], es una expresión que no me gusta.
Bueno, es verdad que ustedes tienen el cuarto voto.
El Papa es el Papa, es uno. Y además del cuarto voto de obediencia al Papa, los jesuitas hacemos un voto de no aceptar cargos eclesiásticos. Para que un jesuita sea obispo, que tenemos unos cuantos, tiene que haber un acto especial del Papa. La Compañía de Jesús nació para recibir la misión de la Iglesia a través del Papa, es una organización que nació para ayudar al Pontífice en su misión universal de la Iglesia. Tener un Papa jesuita es una novedad muy grande y una sorpresa histórica. El padre Bergoglio era obispo desde hace mucho tiempo; llevaba más de 20 años en Buenos Aires cuando lo eligen Sucesor de Pedro. Es verdad que no es fácil de entender que, cuando un jesuita es ordenado obispo, no deja de ser jesuita –porque eso se lleva dentro–, pero ya no forma parte de la organización, no está sometido al superior jesuita… El Papa es un jesuita, pero es el Papa. Y además, porque es jesuita, sabe cómo puede aprovechar los recursos que tiene la Compañía.
Ahora, por ejemplo, plantea el Sínodo dedicado a la sinodalidad, que tiene cierto eco jesuita…
La sinodalidad permite hacer de la Iglesia una comunidad que discierne. En América Latina nunca usamos la palabra sinodalidad, sino Pueblo de Dios para insistir precisamente en lo que es un pueblo, que es un grupo variado de personas, de edades, de compromisos, de formación… y es de Dios. ¿Por qué? Porque es guiado por Dios, es reunido por Dios y acompañado. La lectura del Éxodo es muy clara. El pueblo no se inventa a sí mismo; Dios lo crea y lo acompaña. Las imágenes que usa el Éxodo son muy bellas: el Señor oscurece, amanece, da de comer, da agua, acompaña… El que conoce el camino no es Moisés y no es el pueblo, es Dios. Y ahí entra el discernimiento. Ese proceso es lo que sería la sinodalidad.
En Iberoamérica entienden bien eso de aprender del otro y tender puentes. ¿De qué nos tenemos que despojar en la Iglesia para llegar a eso?
Nos tenemos que despojar de la seguridad de que lo sabemos todo. Cuando uno reconoce que es polvo de Dios, que es Dios el que guía, reconoce que no sabe cuál es el camino y que hay que preguntar, hay que preguntar a Dios. Me dice mucho el prólogo del cuarto Evangelio: «A Dios nadie lo ha visto jamás», ha sido Jesús el que nos lo ha mostrado. Conocemos a Dios a través de la humanidad de Jesús y de la historia, de los signos de su presencia en la historia humana. Y eso es el discernimiento: aprender a leer esos signos y seguirlos. Hay que elegir seguir ese camino.
¿Qué le pediría hoy a un ignaciano?
Que aproveche la oportunidad que tiene no ya este año, sino siempre. Que aproveche para crecer en ese ver nuevas todas las cosas en Cristo, para adquirir la mirada de Jesús. ¿Cómo se adquiere esa mirada? En los ejercicios, en la contemplación de Jesús, que nunca se acaba. Porque uno contempla y contempla y siempre consigue novedad; es lo que le permite a uno ir asumiendo esa mirada, ver el mundo desde ahí y entonces actuar.
• 29-31 de julio. El encuentro mundial de jóvenes de CVX se desarrolla online con el tema Embrace the world in an ignatian way. Además del padre general y del provincial de España, Antonio España, SJ, intervienen Daniel Villanueva, SJ, José María Rodríguez Olaizola, SJ, y miembros de distintas comunidades de CVX.
• 31 de julio. En la fiesta de san Ignacio de Loyola, el padre Arturo Sosa visita el santuario de Manresa para rememorar la experiencia fundante que vivió allí.
• 23-26 de septiembre. Loyola acoge el Encuentro Nacional de Delegados y Responsables de Pastoral Juvenil de España, organizado por la Conferencia Episcopal.