La luz siempre nos llega con nombre propio. Angelita era un ser de luz. Siempre mirando por las rendijas, siempre preocupada por los demás. Su espontaneidad podía llegar a ser molesta: tan pronto un «¡viva la Virgen del Rocío!» al final de una celebración, como un comentario al venir a comulgar.
En el centro de mayores hablaba de Dios como se habla de ir a la compra o de las cosas de familia. Se quejaba muy poco, a pesar de sus muchos dolores, y reía y agradecía mucho. Ya le costaba subir la cuesta para llegar hasta la iglesia y Enrique la visitaba llevándole al Señor, compartiendo un café y con un buen rato de charla. Porque, eso sí, Angelita hablaba y hablaba como en un monólogo salpicado de experiencia, de humor y de vida.
Los niños y las madres eran su devoción, quizás porque son la expresión más sencilla de un buen Dios volcado en la humildad y en la ternura. Y su soledad era una soledad fecunda: no ha habido vecina, chico de la calle, enfermo o anciano que no haya merecido su atención y su cariño. Angelita se ha ido, apoyada en su bastón, con paso lento, con fe firme, a una casa más grande, más luminosa, más eterna. Nos ha dejado el eco de su voz con esa indiscreción tan divina, ser prójimo en una sociedad donde impera la indiferencia.
Necesitamos cuidar a las Angelitas de nuestro mundo. Esas personas que, a veces, carecen de filtro, que nos rompen un poquito los esquemas, que actúan bajo la brisa del Espíritu y pueden llegar a ser molestas. Esas personas que miran de frente, que le sonríen a la vida, que no tienen doblez y en las que puedes confiar. Esas personas que no tienen miedo para decir una palabra bonita a los demás y que llenan un espacio con su luz.
Angelita se ha ido, pero no nos será difícil descubrir otros ángeles que caminan a nuestro lado, que llaman, gritan, sueñan, reparten el pan y compran medicinas. Como ella diría: «¿Dónde está la cosa más bonita de este barrio?». Quizás se trata de eso, de reconocer lo bonito de cada cosa y de cada persona y, con humildad, dar las gracias.