Alzheimer espiritual - Alfa y Omega

Pensando, pero pensando bien, la mayoría del tiempo está perdido. No hay ejercicio de realismo más demoledor que escribir sobre el ayer o sumergirse en el ejercicio de escritura de unas memorias marineras, como hago yo. Ante el pasado se abre la niebla y grandes lagunas de existencia, pero no se fíe de mí. Haga usted la prueba…

La vida es escurridiza como monedas en bolsillos rotos de la memoria que apenas guardan algún céntimo perdido de medio recuerdo fragmentado, difuminado por la genial mano del olvido. Los momentos más felices, inolvidables, los más ardientes, se enfrían con el primer día de frío. Los «te quiero» se congelan, afectados por una extraña mortandad; el oxígeno que otros conceden se torna en atmósfera cerrada, en maloliente estancia, en pútrida cueva insalubre.

El superhombre capaz de todo que vendían en la tienda de la apariencia pierde el tiempo a cuajarones de desmemoria. Malgasta sus fuerzas en llevar el peso inasible de acontecimientos que una vez fueron decisivos y ahora se han vuelto una neblina de humo deshilachada.

Nos hemos creído algo sobre nuestra capacidad que, después, a la hora de hacer uso de ella, no sirve para nada más que para ver cómo se rompe, al intentar que funcione en vano: la conciencia del amor, los grandes tabúes de la felicidad o la alegría… ¡como si todas estas cosas, recibidas gratuitamente, pudieran ser de nuevo resucitadas con un simple ejercicio de voluntad!

Nada de lo más importante que nos sucede, nos pertenece. Se nos regala y lo perdemos. Se nos ofrece y lo escondemos en el sobre más olvidado del despacho. Donde venden la voluntad inagotable, alguien lo ha engañado. Le han hecho creer solo en sí mismo, en su capacidad para afrontar los disgustos, las mentiras en las que lo encierran los posesivos de corazón que lo quieren a deshora, a conveniencia, con las migajas que dejan en la mesa los orondos comensales. Después, únicamente quedan el hambre y la pregunta por el sentido de todo que no consigue responder su inteligencia. Por eso, frente a la desmemoria, yo no consigo olvidar a mi viejo profesor del Valle del Jerte. Los días de examen poníamos en clase un póster precioso de su paradisíaca tierra, preñada de cerezas, para ganar el aprobado. De él aprendí una ternura consigo mismo, conmigo mismo, que no le pertenecía, que no reproducía con su esfuerzo.  Sencillamente, se sorprendía mirado por la presencia de quien enciende el fuego del alba. Me refiero a que llevaba en sus ojos a Dios y por eso lo quiero tanto.