Me ocurre siempre: demoro el momento de escribir esta columna hasta el último instante. Mis propias expectativas me paralizan, no consigo discernir un asunto original o que sea capaz de conseguir muchos likes, que es lo que ahora cuenta a la hora de redactar una columna (digámoslo o no). Hoy es ese último instante, el último día antes de la fecha de entrega y en el semanario ya estarán pensando en recordármelo, igual que el mes pasado. Y he pensado que quizá lo mejor sea contaros que la luz clarea la tarima del salón, el salón de una casa alquilada situada en un pueblo donde no sucede nada ni hay nada interesante y donde por eso mismo acontece el milagro. Donde uno se ve obligado a muscular la atención y termina agradeciendo, volviendo de la compra, unas hojas de buganvilla derrumbadas en el asfalto.
Sobre la mesa, el libro de Maggie Smith, Podrías hacer de esto algo bonito (Libros del Asteroide). La poeta se divorció con dos hijos pequeños en 2018. El aparente motivo de la ruptura: una infidelidad del marido. Aparente porque ella misma explica: «Esto no es la historia de una buena esposa y un mal marido». La autora sabe que una destrucción comienza con los detalles, poco a poco, y que es cosa de dos y no de uno: «Creo que una grieta se unió a otra grieta que a su vez se unió a otra hasta que el conjunto se abrió por la mitad». Desde el comienzo, se impone la tarea de perdonar. Quiere hacer algo hermoso con su dolor. «Cuando estas páginas salgan de la imprenta, ojalá me encuentre yo en un lugar de perdón». Es un libro crudo, tan descarnado que a veces tengo que detener la lectura para tomar aliento. Tan tierno, tan humano, tan de verdad. Últimamente, yo también intento hacer algo bonito con lo que no comprendo, que es mucho más que lo que comprendo. Hace unos años creía lo contrario: que comprendía muchas cosas; pero ahora intento llevarme bien con el misterio. Como dice Maggie Smith, no tengo por qué entenderlo todo. Pero sí puedo decidir qué hacer con lo que no entiendo y, aunque yo sea el primer sorprendido, elijo la confianza. La creencia de que todo está bien hecho, por grande que sea mi desconcierto. Me limito a no esperar nada y vivo improvisando, como el pirata. Ayer mismo, en el Botánico, una chica se puso a escribir en la mesa de al lado. Le pregunté qué escribía, me respondió que anotaba sus reflexiones en un diario, que era alemana y que cursaba Políticas y que no conseguía dejar el tabaco. Pasamos unas horas charlando de nuestras respectivas vidas y acordamos un segundo encuentro sin darnos el teléfono, para que fuera todo más raro, como nosotros. La otra noche, otro ejemplo, me fui a la Taberna JJ a escuchar a unos músicos y terminé reencontrándome allí con una novia de hace 20 años. Y hablamos un rato bebiendo cerveza, más viejos, y luego nos despedimos. Minutos antes del reencuentro, me había cruzado en la calle con una señora a la que le caigo mal, aunque no me conoce de nada y a la que nunca había visto en persona, y los dos nos giramos y nos descubrimos mirándonos el uno al otro, y luego yo continué mi camino. El mío.
Sobre la mesa, al lado del libro de Maggie Smith, un dibujo de mi hija Sofía. La semana que está en mi casa, Sofía se dedica a regalarme dibujos. Este es un díptico en el que hay una nota donde pone: «Gracias por cuidarme, te quiero mucho». El único pasaporte para cruzar la muerte es un dibujo como este, me digo. Si uno recibe un regalo así, todo el dolor encoge, por grande que sea. Gracias por amarme sin merecerlo, Sofía. ¿De qué otro modo se puede amar si no es inmerecidamente?, me dice su dibujo.
Los almendros ya han florecido, por cierto.