25 de diciembre: Alberto Chmielowski, el loco que cautivó a Juan Pablo II - Alfa y Omega

25 de diciembre: Alberto Chmielowski, el loco que cautivó a Juan Pablo II

Considerado como el san Francisco polaco, la vida de Alberto fue una montaña rusa en la que pasó por el arte, el fracaso vocacional y la enfermedad mental. Murió entre los pobres

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
San Alberto Chmielowski, obra del pintor León Wyczólkowski. Foto: Diócesis de Sandomierz

El amor por la patria, por Dios y por los pobres fue el ambiente en el que creció Adam Chmielowski, nacido en 1845 en Cracovia, al que la Iglesia recuerda cada 25 de diciembre junto al nacimiento del Señor. Cuando sus padres le llevaron a bautizar, preguntaron a un mendigo a la puerta de la iglesia si podía ser su padrino, y luego pidieron a otros varios que bendijeran a su pequeño.

Al cumplir los 18 años participó en la insurrección de 1863 contra el reclutamiento de jóvenes polacos para el Ejército ruso, un levantamiento que fracasó a los pocos meses y que a Chmielowski le costó muy caro, pues fue herido en una pierna y se la tuvieron que amputar sin anestesia.

Igual que le ocurrió a san Ignacio de Loyola, la convalecencia fue un detonante vocacional que le sirvió para preguntarse qué quería en la vida. Abandonó sus estudios de Ingeniería y decidió formarse como pintor en París y en Múnich. Se rodeó de un círculo de artistas y poetas que le valoraban por su capacidad para contar historias y por su buen humor: en una ocasión colocó su pierna artificial debajo de las ruedas de un coche para gastarle al conductor una broma.

En 1874 regresó a Polonia ya como un artista reconocido, pero poco a poco se fue instalando en él una inquietud que le recorría desde hacía tiempo: «¿Puede uno servir a Dios sirviendo al mismo tiempo al arte?», escribió a un amigo. Creo que esto último siempre lleva a la idolatría, a no ser que uno pueda, como Fra Angélico, usar su talento para dar gloria a Dios y pintar imágenes santas».

Estas dudas se alargaron durante varios años y ensombrecieron tanto su carácter como su pintura, sufriendo una depresión que le llevó a un periodo de convalecencia en un hospital mental.

En su lucha contra la depresión tomó decisiones arriesgadas, como entrar, en septiembre de 1880, en un convento jesuita como hermano lego. «En Dios encuentro al fin la felicidad y paz que he buscado toda mi vida», escribió a sus amigos. Pero tan solo un año y medio después llegó otro mazazo: le expulsaron aludiendo a su enfermedad mental. Volvieron la depresión y la ansiedad, visitó de nuevo el hospital y, cuando su hermano se lo llevó a casa, parecía apagado y sin vida.

Una noche de invierno

Pasó una etapa negra, de la que salió en agosto de 1882, cuando un día se levantó de repente de la cama y acudió a una iglesia a confesarse y recibir la Eucaristía. La transformación se hizo ya permanente, y a los dones naturales que ya tenía se le añadieron la sabiduría de quien ha pasado ya su propia noche oscura.

Retomó la pintura y la práctica sacramental, pero una noche de invierno de 1884 cambió de nuevo su destino. Con un par de amigos visitó un refugio para gente sin hogar en Cracovia, donde encontró suciedad, pobreza y violencia. Impactado, a los pocos días se fue a vivir con ellos, vestido con el hábito franciscano y tomando el nombre de hermano Alberto.

Pronto se le unieron hombres y mujeres que lo ayudaron a organizar comidas y talleres de formación laboral. Así surgieron los Siervos y las Siervas de los Pobres, conocidos como albertinos. Fundaron refugios por todo el país, en los que no solo se daba comida o atención a los pobres, sino también una vida compartida entre hermanos.

El hermano Alberto murió de cáncer de estómago el día de Navidad de 1916 en Cracovia, en un refugio fundado por él, como un pobre más. Entre aquellos a los que dio su vida se recordaron durante años sus palabras: «Uno debería ser bueno como el pan, que se deja en la mesa para que cada uno coma cuando tiene hambre».

Para su biógrafa Elizabeth Mika, la historia del hermano Alberto supone un ejemplo de «desintegración positiva» por su vida «llena de contradicciones y de sorpresas», al mismo tiempo es «un modelo inspirador para aquellos que hacen de sus días una búsqueda de una existencia auténtica».

Chmielowski fue canonizado en Roma en 1989 por el Papa Juan Pablo II, quien sentía hacia él un vínculo especial. «Para mí, su figura fue determinante, porque encontré en él un particular apoyo espiritual y un ejemplo en mi alejamiento del arte, de la literatura y del teatro, por la elección radical de la vocación al sacerdocio», explicaba desde las páginas de Don y misterio el Papa polaco.

A san Juan Pablo II le impresionaba también que el hermano Alberto se convirtiera en uno de los pobres de Cracovia, «no como el limosnero que llega desde fuera para distribuir dones, sino como uno que se da a sí mismo». Chmielowski «no fue solamente alguien que hacía caridad, sino que se hizo hermano de aquellos a quienes servía».

Vacío pero no roto

A la época más turbulenta de la vida del Chmielowski como pintor pertenece su obra más sobresaliente, un Ecce homo de gran belleza que, para Elizabeth Mika, biógrafa de Chmielowski, «muestra un hombre que parece perdido para sí mismo y para el mundo, transformado y vaciado, pero no roto, de ojos tristes y profundos que, aunque ya no esperanzados, todavía contienen destellos de resolución».