«No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero». La experiencia que describe san Pablo (Rom 7, 19) es común a la mayoría de nosotros: a todos nos ha pasado hacer algo con una intención buena y acabar haciendo daño a quien amamos. Esta constatación nos llega siempre con desconcierto, que puede tornarse en dolor o en resignación. Y eso sí depende realmente de lo que uno quiere.
Considero que este drama descrito por san Pablo está en el origen del mito de Edipo. Según nos cuenta Sófocles en Edipo rey —obra que con razón Aristóteles definía como «la tragedia perfecta»—, Edipo es un soberano bueno: piadoso para con los dioses, dedicado a su pueblo, prudente en su acción. Siempre ha intentado serlo: cuando, de joven, un oráculo le predijo que mataría a su padre y desposaría a su madre, para no caer en la impiedad y no hacer daño a los que tanto quería, huye de su casa y se promete no volver nunca más. Alcanza la ciudad de Tebas —no sin alguna dificultad, lo que le costará el asesinato de un hombre— y la libera del monstruo que la oprime, la Esfinge. Por esta hazaña el pueblo le proclama rey, ofreciéndole como mujer a la reina de la ciudad, recién enviudada. Todo parece transcurrir bien: llegan cuatro hijos y Edipo es un soberano ideal. Pero, al cabo de los años, justamente en el intento de liberar al pueblo de una maldición divina, Edipo descubre que él, el piadoso, el bueno, el prudente, ha caído en los más impíos, graves e incalculados males. Sus padres no eran quienes él pensaba: su padre era el hombre que había matado al entrar en Tebas y la mujer con la que se había casado era su madre.
Sófocles describe con una finura magistral los paulatinos descubrimientos de Edipo y la incredulidad a la que intenta agarrarse hasta el final. Aquí solo mencionamos su reacción cuando, finalmente, acepta la realidad: coge el broche de un cinturón y se ciega ambos ojos. A quien le pregunta, explica la razón que le ha movido: el no poder, no querer ver esa realidad tan dolorosa. Edipo, pues, experimenta el mal que no ha querido hacer y, frente a esa experiencia, no sabe estar.
Quizá ninguno de nosotros se haya cegado los ojos como Edipo, pero esa oscuridad que dibuja Sófocles no nos es ajena: frente al mal incomprensible y no buscado que a veces provocan nuestras acciones, fácilmente nos encerramos en la ceguera de la vergüenza, que impide mirar a la cara al que hemos hecho sufrir; en la ceguera del miedo, que impide mirar el futuro con el horizonte que le corresponde, y en la ceguera de la resignación, que impide mirar la realidad con la hondura que le es propia. Sófocles no pudo dar otra respuesta que la aceptación de una voluntad divina malvada e incomprensible y Edipo permaneció ciego. Pero la experiencia de Edipo, nuestra experiencia, ¿tiene otra respuesta?
Aunque de forma diferente, otro hombre en la historia sufrió lo mismo: el justo Job. Hombre piadoso, bueno, a Job se le arrebata todo. Pero él no se ciega, no sucumbe a la vergüenza por su situación ni al miedo de que eso pueda volver a pasar o a la resignación de que «esto es lo que hay» y rebate a sus compañeros, no se desvía de su propósito y no renuncia a interrogar a Dios: Job quiere ver. En un increíble diálogo, pone delante de Dios sus razones, su inocencia, la injusticia de lo que ha sufrido, su rabia. Job se desvela, se deja ver tal como es. Y Dios, a ese hombre que se desvela, se revela. No le revela el misterio del mal: le revela el misterio, mucho más grande, de su presencia en toda la realidad y de su poder, que es más fuerte que la destrucción, porque todo lo crea. Y así, Job, que había gritado porque quería ver, podrá concluir afirmando: «Solo de oídas te conocía, pero ahora te han visto mis ojos».
Esto, ciertamente, es lo que habría deseado Edipo: no cegarse, no sufrir aún más de lo que ya estaba sufriendo, no resignarse a una vida injusta, sino tener a quien gritar su dolor, por quien ser abrazado. Todos podemos caer en la tentación de Edipo de no gritar, de no pedir ayuda frente a la incomprensibilidad del mal. Solo nos puede salvar la lealtad con el irreductible deseo de ver que llevamos dentro; de ver las razones de las cosas, pero, aún más, de ver que no estamos presos de un Dios que reparte bienes y males, sino de un Dios creador y amante presente, cuyas manos —como decía Benedicto XVI— nos acogerán donde quiera que caigamos. Ciertamente, esto es lo que en el fondo deseaba Edipo.