Árif no vendrá esté año a la escuela de verano. Hace unos días terminó cuarto curso en el colegio público y por delante se le presentan cuatro largos meses hasta que comience el nuevo año escolar. Sus padres ya le han avisado de que este año tendrá que trabajar durante el verano, y él entiende que el dinero que pueda traer será de ayuda para sus padres y cuatro hermanos. Árif solo tiene diez años, pero la vida le ha obligado a crecer rápido, quién sabe si demasiado rápido.
El caso de Árif no es excepcional. La mayoría de los niños sirios refugiados en el Líbano comienzan a trabajar con diez u once años. Sacan la basura en las tiendas, recogen cartones o hacen de repartidores en sus ratos libres. Normalmente siguen yendo a la escuela, pero estos trabajillos les permiten colaborar en casa con unos cuantos dólares a la semana. Me impresiona la madurez de estos adultos diminutos que comprenden la situación que les ha tocado vivir y aceptan sacrificar parte de su infancia para echar una mano a sus familias. Al hablar con ellos puede darte la impresión de que ya son adultos, pero sus ojos delatan al niño que está deseando quedarse a jugar un rato más.
Árif no vendrá este año a la escuela de verano pero al menos ha convencido a sus padres para que le dejen venir los sábados a jugar al fútbol antes de ir a trabajar. Quizás dos horas a la semana no sirvan para recuperar una infancia pero estoy seguro de que Árif aprovechará al máximo cada uno de los segundos. Es lo que tiene ser un adulto prematuro.