Adán, ¿dónde estás?
Según el relato del libro del Génesis, Adán se esconde después de su pecado, y escucha la voz de Dios que baja al Paraíso y le llama: «Adán, ¿dónde estás?». El Papa, en su reciente viaje a Tierra Santa, ha tomado pie de esta escena bíblica y ha reiterado la pregunta: «Hombre. ¿dónde estás, que no te encuentro?». Y a continuación la ha ampliado: «Hombre, ¿quién eres, que no te reconozco?»
¿Por qué hoy, en el siglo XXI, no encuentra Dios a Adán? Es que ahora no se ha escondido, es que se ha marchado del Paraíso.
El lugar en el que Dios situó al hombre está vacío, ya el hombre no está allí. No está escondido para que Dios no vea su desnudez; pasa de Dios. No es que no cree, es que no le interesa. En otros momentos de la historia, el hombre que no amaba a Dios, le odiaba; el que no creía, le negaba. El ser humano podía ser o no ser un pecador, pero ambas posturas le situaban con referencia a Dios. Hoy, el hombre no está en la tierra teniendo a Dios como punto de referencia, para mirarle o volverle la espalda. No hay ningún Dios en el que no creer; el tema ya no cuenta.
Dios: «Hombre, ¿quién eres, que no te reconozco?» El hombre: «Yo mismo soy dios, yo soy la fuente de mi propio concepto del bien y del mal, yo empiezo y concluyo en mí». Los viejos conceptos de virtud y pecado ya no significan nada, como nada significan para los animales. El hombre ha llegado, al cabo de los siglos, a ser simplemente un animal, pura materia, que puede proceder de quién sabe qué big-bang, pero todo eso da igual. Unos animales han evolucionado en una línea, otros en otra; la materia de la que está hecho el hombre ha desarrollado inteligencia, cuyos límites aún ignoramos. Es algo que nada tiene que ver con el Paraíso, ni con Dios. ¿Con Dios?; ¿de qué va eso?
Estamos ante algo -se pregunta el Papa- que no puede ser un producto de la libertad que Dios nos concedió: era una libertad que conducía a la libre elección de la santidad o del infierno, pero no adonde ha llegado. El hombre ha alcanzado unos niveles de ferocidad salvaje, de egoísmo brutal, de desprecio a sus semejantes, en tantos y tantos rincones de la tierra. Y la alternativa –en la esfera opuesta del hábitat social– es el placer ciego, la carencia de todo freno a la carnalidad, o al poder, o al dinero, sin límites, ni en sí mismos ni como límites de la existencia humana. La sociedad –tal como ha escrito recientemente Serafín Fanjul– se va encallando paulatinamente, sin reaccionar ante nada, sin cortar el paso a los salvajes, que en sus más varias manifestaciones ocupan hoy el lugar de un hombre ya irreconoscible.
En ese contexto social, la religión no tiene sitio. Y ¿a dónde nos llevará esto? Indubitablemente a la tiranía. Afirma Raymond Carr, glosando el pensamiento de Cánovas, que una sociedad irreligiosa acaba convirtiéndose en víctima de un Estado omnipotente. Por mucho que el hombre se animalice, no podrá vivir sin unas normas de convivencia, cuya base inevitable es el concepto del bien y del mal. Un concepto que ya no se le permite a Dios que lo determine; y el hombre, que sueña en establecerlo por sí mismo, se encontrará con el criterio opuesto de su vecino; lo acabará entonces imponiendo el poder; la máxima libertad frente a Dios conduce de todas todas a la máxima esclavitud; y es una esclavitud de la que ya no cabe escapar; ese paraíso no puede abandonarse.
Quizá ni el Padre lo imaginó
El Padre -nos dice el Papa- conocía el riesgo de la libertad, sabía que el hijo podría perderse…, pero quizás ni siquiera el Padre llegó a imaginar una caída como ésta, un abismo tan grande. Y desde la tierra es necesario que suba de nuevo a Dios el clamor que llama a su misericordia. Tenemos que clamar; no está en nuestras manos salvar al hombre, su destrucción es tan terrible que superarla excede de cualquier fuerza que no sea la divina. Pero la oración siempre es posible; la voz que pide clemencia tiene que resonar con insistencia inagotable. Con toda la humildad imaginable, con toda la humildad de que somos capaces, sabiendo que hemos pecado y que pecamos, pero sabiendo que tenemos esperanza y fe, y que queremos tener amor, tenemos que clamar. Tenemos que ser a la vez Teresita y Francisco Javier. Ella desde una clausura de la que nunca salió, él desde la periferia, son los Patronos universales de las misiones. Desde la clausura de nuestra oración puesta en Dios, desde la periferia de nuestro echarnos al campo de batalla… Señor, hemos pecado contra Ti, acuérdate de nosotros en tu misericordia.
Y concluye el Papa: «Adán, ¿dónde estás?».
–«Aquí, Señor, desde la vergüenza por mis hermanos y por mí».
¿Somos nosotros capaces de repetir las palabras del Papa? ¿De decir, desde el corazón: Señor, no descansaremos en nuestra oración, predicaremos tu palabra sin cesar, haz fructífera nuestra pobre confianza en Ti?