Abrazos que quitan el frío - Alfa y Omega

Abrazos que quitan el frío

Los abrazos son símbolo de unidad, de quienes se quieren por pertenecer a la misma familia de los hijos de Dios, aunque practiquen otra religión

Eva Fernández
Foto: AFP / Fadel Senna.

Hay alegría en este abrazo, por más que refleje el momento del pésame al término de un funeral. El frère Antoine estrecha con afecto a Hasna, una vecina musulmana que ha acudido junto a su marido hasta el monasterio de Middelt, en Marruecos, para despedirse para siempre del hermano Jean-Pierre Schumacher, el último superviviente de la comunidad de monjes de Tibhirine.

Todos conocemos la historia de esta discreta comunidad, que acaba de reencontrarse al completo en el cielo. Llevaban muchos años conviviendo perfectamente integrados junto a sus vecinos árabes, y podrían haber huido cuando la situación se puso extremadamente peligrosa para los extranjeros que vivían en Argelia, pero decidieron quedarse con los suyos. Estaban preparados y sabían lo que podría ocurrirles. En la noche del 26 al 27 de marzo de 1996, siete de ellos fueron secuestrados. El padre Shumacher se libró de la posterior matanza junto al padre Amédée, porque esa noche se encontraban en un edificio adyacente al monasterio y sus secuestradores creían que eran solo siete, sin saber que aquellos días habían recibido la visita de dos monjes, Bruno y Paul, quienes probablemente salvaron la vida a Amédée y a Jean-Pierre. El desenlace fue terrible. Dos meses después aparecieron sus cabezas decapitadas en una cuneta. Los cuerpos nunca fueron localizados y, hoy en día, no se sabe a ciencia cierta quién los ejecutó.

Volvamos al abrazo. Si pudiéramos leer sus labios, es como si sonrieran recordando alguna anécdota del hermano Jean Pierre, quien pisó por última vez su querido monasterio de Tibhirine cuando enterraron los restos de sus siete hermanos. Él siempre recordaba con alegría aquel día, porque, a pesar del dolor por lo sucedido, todos los hombres, mujeres y familias árabes de alrededor se acercaron abiertamente, sin temor a posibles represalias del Grupo Islámico Armado. Fue su tributo a aquellos religiosos que tanto los habían ayudado. En el dispensario, el hermano Luc atendía a unas 80 personas al día. Todas sus familias habían sido cuidadas por el sabio fraile médico, que había asistido a partos y curado cientos de heridas sin pedir nada a cambio. Ellos mismos pidieron enterrarlos con sus manos y, como homenaje póstumo, echaron un puñado de tierra sobre sus cuerpos, una prerrogativa reservada a familiares muy cercanos. Al finalizar se fundieron en un abrazo, muy similar al de la fotografía. Los abrazos se convierten en la mejor arma para conquistar a otra persona. Son también un símbolo de unidad, de quienes se quieren y respetan por pertenecer a la misma familia de los hijos de Dios, aunque practiquen otra religión.

El hermano Jean Pierre puso todas sus energías en mantener vivo el espíritu de Tibhirine en el monasterio de Marruecos donde pasó el resto de sus días: «¡Era tan hermoso!», repetía conmovido cuando recordaba los largos años de vida fraterna transcurridos allí. Con frecuencia se preguntaba por qué el Señor le permitió seguir vivo, hasta que comprendió que su misión era dar a conocer la experiencia de comunión que fueron capaces de conseguir junto a sus vecinos musulmanes, y que siguieron viviendo en el monasterio de Marruecos. Allí, el padre Shumacher estrechó grandes amistades con las familias musulmanas del entorno, entre ellas la de Hasna, que ayudó a las hermanas franciscanas en los años que permanecieron en su ciudad sosteniendo un dispensario y un jardín de infancia.

En ese abrazo no hay invierno ni melancolía, pero sí agradecimiento y homenaje a quien siempre estuvo a mano cuando le necesitaban. Porque los héroes no siempre hacen cosas extraordinarias. Tan solo siguen luchando, sumando, uniendo. Y eso es lo que los convierte en santos.