«A mitad del camino de la vida»: ninguno conocemos el momento de esta «mitad del camino», pero sin duda, mirando atrás, muchos podremos darnos cuenta de que, por lo menos, un buen tramo ya lo hemos recorrido. Y allí es fácil abandonarnos a los balances: lo que hemos logrado, pero sobre todo lo que no hemos logrado, lo que un día deseamos y no alcanzamos o se torció, o simplemente se nos olvidó.
Así, «nel mezzo del cammin di nostra vita», «a mitad del camino de la vida», empieza Dante Alighieri su obra más famosa y más grande, la Comedia, con razón apodada pocas décadas después Divina. Y para él también es tiempo de hacer balance. ¿Dónde se encuentra Dante, él, el gran poeta, el genio de la Edad Media, a mitad del camino de su vida? En una selva oscura, habiendo perdido el camino y lleno de miedo.
A todos nos ha pasado que el balance, si no de la vida, al menos de un cierto periodo, o de un mes, o simplemente de un día, sea: «He perdido el camino, me he ido detrás de otras cosas que no son lo que realmente quería». Y a muchos lo primero que nos invade es la vergüenza: vergüenza frente a los demás, ciertamente, por el deseo de que los demás vean de nosotros solo la cara buena y asegurarnos así su afecto. Pero también vergüenza frente a uno mismo, por haberse uno decepcionado, por haber traicionado la imagen que cada uno nos hacemos de lo que nos gustaría ser.
Dante, sin embargo, no habla de vergüenza: él habla de amargura. Y, acto seguido, afirma haber encontrado un bien en esa amargura y declara quererlo contar. Creo que la grandeza de la Divina comedia y, sobre todo, de la persona de su autor, estriba ante todo aquí, en estos primeros versos. Dante tiene la honestidad de admitir su error, su mal, y la valentía de superar la vergüenza para llegar a lo que es más sincero de la vergüenza: la amargura, el dolor por el propio mal. Decidir no quedarse en la vergüenza y permitirse llegar al dolor —y es realmente una decisión de la libertad— es el comienzo del camino hacia el bien, que no ahorra la travesía de la situación de mal en la que uno ha caído, o se ha metido, pero que en ella empieza a ver la luz.
Dante decide intentar levantarse, pero, como a menudo nos pasa, intenta hacerlo con sus fuerzas. Con determinación, pues, emprende el camino para salir de esa selva, símbolo del mal, y parece ver ya la luz del sol cuando la realidad se impone: tres fieras, un leopardo, un león y una loba —que en el universo de Dante corresponden a la lujuria, la soberbia y la avidez— lo acechan y lo empujan otra vez a la oscuridad. Es solo en ese momento, solo cuando ya ha tomado la decisión, ha puesto en juego su libertad y a la vez ha tenido que caer en la cuenta de que, aun así, sus fuerzas no son suficientes, que Dante se rinde a lo más original de su ser: la necesidad.
Dante ve pasar una figura humana; no la distingue, no sabe quién es, pero reconoce su propia condición humilde —de estar por los suelos, por el humus— y pide ayuda. O mejor dicho: grita su petición como quien sabe que no tiene nada para ofrecer a cambio, como quien sabe que depende totalmente de un gesto de amor gratuito. Y así, grita: «¡Miserere!». Dante escribe la Comedia en lengua vulgar, italiana, pero esta palabra la pone en latín: es el comienzo del salmo 50, con el que, dice la Escritura, David reconoce frente a Dios su gran pecado y le pide «devuélveme la alegría de tu salvación». De hecho, quien responde a Dante es el poeta latino Virgilio, sí, pero en Virgilio es Dios quien ha enviado a Virgilio como guía para que Dante emprenda su camino del único modo en el que uno lo puede recorrer: acompañado. De la gratitud por ese camino que, junto a Virgilio y a otros, Dante ha podido realizar surge la Divina comedia: un canto de gratitud por el propio camino de salvación para el camino de salvación de los demás. Todo brotado de un solo «¡miserere!» venido de la honestidad frente a un duro balance a mitad del camino de su vida.