A los 1.000 días
Iryna no ha oído hablar de Trump. Ni siquiera reconoce a Zelenski o a Putin. Pero sí sabe lo que es la guerra, que ha convertido la estación del metro en el único lugar seguro, que ha destruido su ciudad, que ha matado a sus vecinos, que le ha robado a su padre y que ha dejado esa huella tan profunda en su mirada
A Iryna (nombre ficticio), el Día Internacional de los Derechos de la Infancia la pilló entre bombas. Desde hace 1.000, esta pequeña ucraniana no sabe lo que es vivir sin el sonido de las explosiones, sin el trasiego de carros de combate, sin escombros, sin frío, sin hambre, sin echar de menos a papá y sin miedo. Porque el miedo y la ausencia van unidos casi desde que tiene uso de razón. Y, desde aquel fatídico febrero de hace dos años en que su padre marchó al frente, la tristeza se le ha quedado enquistada en la mirada.
Como ella, hay miles de niños que no conocen otro hábitat que el de la guerra, donde los derechos de los que habla esa convención que cumplió 35 años el 20 de noviembre han desaparecido casi por completo. «El niño tiene derecho a la educación», reza en su artículo 28. El niño «tiene derecho al descanso y al ocio; tiene derecho a jugar», dice el 31. Pues en Ucrania hay incontables niños que, desde que estalló la guerra, no han podido volver a las aulas, han perdido la interacción con sus compañeros y han dejado de compartir y experimentar esas cosas a las que tienen derecho. En lugares como Járkov solo pueden estudiar en refugios subterráneos sin luz natural ni patio para protegerse de los incesantes ataques aéreos.
«Los Estados partes adoptarán todas las medidas posibles para asegurar la protección y el cuidado de los niños afectados por un conflicto armado», expone el artículo 38. Pues en estos 1.000 días de invasión rusa ya hay cerca de 12.000 civiles ucranianos muertos, de los cuales cerca de 600 son niños. Unicef contabiliza unas 2.000 víctimas menores, entre muertos y heridos, muchos mutilados y con secuelas de por vida. Y son muchísimos más los que se han visto obligados a huir de sus hogares en lo que supone la mayor crisis de refugiados en Europa de este siglo, con cerca de cuatro millones de desplazados de una población de 44,3 millones.
«Los Estados parte reconocen el derecho de todo niño a un nivel de vida adecuado para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social», sentencia el artículo 27. 1.000 días después, hay niños que han nacido con estos derechos cercenados en un país al que Rusia le gana terreno lentamente mientras aumentan las incógnitas de si la presidencia de Trump traerá un alto el fuego condicionado a la rendición o la pérdida de territorio, o de si la guerra se recrudecerá por la decisión del todavía presidente Biden de autorizar el uso de misiles estadounidenses contra Rusia, que ya se ha hecho realidad y al que Moscú ha respondido con la amenaza nuclear.
Iryna no ha oído hablar de Trump. Ni siquiera reconoce a Zelenski o a Putin. Pero sí sabe lo que es la guerra, que ha convertido la estación del metro en el único lugar seguro, que ha destruido su ciudad, que ha matado a sus vecinos, que le ha robado a su padre y que ha dejado esa huella tan profunda en su mirada. Como suele ser habitual, el tiempo y la agenda mediática acaban cambiando el foco y el drama de esa guerra que veíamos tan de cerca ha dejado de estar en nuestras sobremesas. Decía Hannah Arendt que «la indolencia hecha normalidad es el mal». Es decir, que peor que el mal es la pasividad ante él. Por eso, esos ojos que nos miran han de ser, sobre todo, una mirada que interpela.