Los hermanos de San Juan de Dios a los 30 años de la guerra en Sierra Leona: «Nunca dejamos el hospital»
El conflicto bélico duró once años y causó unos 250.000 muertos. El misionero José María Chávarri relata que «fue algo terrible pero mereció la pena quedarnos»
La guerra de los diamantes comenzó en Liberia en 1989 y se extendió a Sierra Leona en 1991. El objetivo de los diferentes grupos étnicos y políticos involucrados fue enriquecerse y adquirir armas para su causa.
El hermano de San Juan de Dios José María Chávarri fue testigo durante tres años de las atrocidades de la guerra, mientras trabajaba en el hospital al que acudían miembros de las dos fracciones en contienda, afirma la orden hospitalaria en un comunicado difundido esta semana.
El misionero fue destinado a Sierra Leona en 1992 y permaneció hasta 1995 en el hospital que la orden hospitalaria tiene a 80 de Freetown. «Al hospital acudían enfermos de las dos facciones del país: las fuerzas nacionales y las rebeldes. Y a todos se les trataba sin distinción de ideología, religión o condición social», recuerda hoy Chávarri.
El hermano era el responsable del equipo de la orden en el hospital. Por sus responsabilidades, «tenía que tramitar gestiones y hacer las compras en la capital del país, Freetown, donde vi cosas muy difíciles de entender, como jóvenes de 11 ó 15 años con metralleta en mano, algunos drogados o embriagados, que en cualquier momento te podían disparar pues no eran conscientes de lo que hacían. Era algo terrible».
«A lo largo de las 24 horas del día teníamos la impresión fija y constante de que en cualquier momento algo podría suceder. Cuando en ocasiones se oían ruidos fuertes nos sobresaltábamos pensando que podrían ser disparos o alguien que venía para robar», recuerda Chávarri.
Dada la gravedad de la situación, «muchas veces no teníamos una solución que dar ante tantas situaciones de necesidad: la muerte de alguien por un simple disparo, una persona gravemente herida, problemas familiares serios… Eran demasiados los casos a los que no podíamos dar respuestas adecuadas por falta del abastecimiento sanitario necesario. ¿Qué hacer? Eran situaciones fuera de nuestro alcance».
Cuando la batalla se concentraba en las localidades cercanas al hospital, «los vecinos venían buscando refugio, y los enfermos salían llenos de miedo a refugiarse entre la maleza y el bosque».
Durante aquellos años vieron como abandonaban el país voluntarios e incluso religiosos de otras comunidades, pero «nosotros siempre permanecimos en el hospital».
Solo quedaron seis personas, «pero mereció la pena solo por la visita de un grupo de personas para darnos las gracias por no habernos ido. Nos dijeron que el hecho de ver por las noches las luces del hospital suponía para ellos una gran tranquilidad y seguridad para poder seguir en sus casas».
En medio de todo ese caos, la comida empezó a escasear, pero Chávarri recuerda a un hermano de comunidad que «empezó a cocinar tres calderas de arroz diarias. Ese hermano, de ser una persona seria y recia se transformó totalmente en bonachón y espléndido, no escatimaba nada, todo era dar y ofrecer ante tanta necesidad».
Veinte años después, el misionero hace balance de una experiencia «muy dura», en la que fue testigo de familias destruidas, muchas personas muertas, retroceso de la economía del país a una pobreza absoluta, «y barbarie y brutalidad por doquier, mujeres violentadas, menores que perdieron a sus padres, y heridas psicológicas que jamás van a curar».
Pero también ve algo positivo en cómo evolucionó la comunidad de hermanos después de todo aquello: «Antes éramos todos españoles y un africano, y ahora son todos africanos. La semilla que en un principio se sembró ahora ha dado su fruto. Hoy son los hermanos de San Juan de Dios africanos quienes eficientemente llevan adelante nuestra misión y el carisma de la hospitalidad».