«Aún no nos hemos planteado tener hijos. Estamos empeñados en la casa de la sierra y en el chalet de la playa, el coche, tantas cosas… Más adelante, ya veremos»: así respondía un matrimonio, con unos cuantos años ya de casados, al amigo que no veían desde antes de su boda y que les preguntaba por su vida, si tenían hijos… La respuesta, un tanto vacilante, como tratando de justificarse, no llevaba consigo ningún entusiasmo. Bien distinto es el testimonio, marcado por la verdadera alegría, de «la gente más pobre –como dijo el Papa Francisco a los periodistas durante el vuelo a Roma desde Manila–, para quien el hijo es un tesoro». Si falta este verdadero tesoro, ya puede haber muchas riquezas materiales, que incluso éstas acaban desapareciendo.
Lo explicó bien claro el Papa Benedicto XVI, en su encíclica social, Caritas in veritate, al afirmar que «no es correcto considerar el aumento de población como la primera causa del subdesarrollo, incluso desde el punto de vista económico». Lo desmienten, y con toda evidencia, los clamorosos «signos de crisis que se perciben en las sociedades en las que se constata una preocupante disminución de la natalidad». Por el contrario, «la apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica. Grandes naciones –recordaba el Papa– han podido salir de la miseria gracias también al gran número y a la capacidad de sus habitantes» y, en cambio, «naciones, en un tiempo florecientes, pasan ahora por una fase de incertidumbre, y en algún caso de decadencia, precisamente a causa del bajo índice de natalidad. La disminución de los nacimientos, a veces por debajo del llamado índice de reemplazo generacional, pone en crisis incluso a los sistemas de asistencia social, aumenta los costes, merma la reserva del ahorro y, consiguientemente, los recursos financieros necesarios para las inversiones, reduce la disponibilidad de trabajadores cualificados y disminuye la reserva de cerebros a los que recurrir para las necesidades de la nación».
Bien a la vista está, y el Papa Francisco acaba de corroborarlo en el vuelo de regreso de su viaje a Filipinas, afirmando la extraordinaria lucidez y valentía profética de Pablo VI en su encíclica Humanae vitae, que alertaba frente «al neo-malthusianismo universal que se estaba imponiendo. ¿Y cómo se reconoce? –pregunta Francisco–. La tasa de natalidad está por debajo del 1 % en Italia, lo mismo que en España. ¡Pablo VI fue un profeta!» Son diversos, «legítimos y relacionados entre sí», los aspectos a considerar a la hora de vivir los esposos una paternidad responsable, escribe en su encíclica el Beato Pablo VI, pero «el problema de la natalidad –añade justamente– hay que considerarlo, por encima de las perspectivas parciales de orden biológico o psicológico, demográfico o sociológico, a la luz de una visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna». Y de tal modo, que, sin esta perspectiva eterna, lo temporal enferma y toda clase de crisis están servidas. Si en el hijo no se ve el verdadero tesoro que es, aun el más limitado y desvalido –y ahí está la ceguera de las leyes del aborto alentadas como si de progreso se tratara–, ya vemos las terribles consecuencias de la penuria social y hasta económica a que están llegando nuestras sociedades tenidas por avanzadas.
Sí, la Humanae vitae de Pablo VI, escrita en 1968, era profética, y en 1981 lo reconocía ya su sucesor Juan Pablo II, que en su Exhortación Familiaris consortio, tras recordar que «la Iglesia ha recibido la misión especial de custodiar y proteger la altísima dignidad del matrimonio y la gravísima responsabilidad de la transmisión de la vida humana», no duda en afirmar que «el Concilio Vaticano II y el magisterio de Pablo VI, expresado sobre todo en la encíclica Humanae vitae, han transmitido a nuestro tiempo un anuncio verdaderamente profético, que reafirma y propone de nuevo con claridad la doctrina y la norma siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia sobre el matrimonio y sobre la transmisión de la vida humana». Y a continuación hace suyas, «con la misma persuasión» de su predecesor, estas palabras de la encíclica: «No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente». Es, ciertamente, el único camino verdadero a seguir para alcanzar, no ya el gozo eterno, ¡también la felicidad en la tierra! ¿Acaso no lo vemos en tantas familias cuyo verdadero tesoro son los hijos?
No es la verdad de la familia un asunto del interés particular de la Iglesia y de los católicos, ¡interesa a la Humanidad entera! Y por eso el Papa Francisco ha convocado, no una, sino dos Asambleas del Sínodo de los Obispos sobre la familia, y la Iglesia no deja de celebrar los Encuentros Mundiales de las Familias, porque «se convierte en una necesidad social, e incluso económica –dice Benedicto XVI en Caritas in veritate–, seguir proponiendo a las nuevas generaciones la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias más profundas del corazón y de la dignidad de la persona», seguir proponiendo ¡el verdadero tesoro!