Queridos hermanos y hermanas; queridos jóvenes madrileños: Con sumo gusto os recibo hoy, queridos jóvenes que habéis participado en la Misión Joven de la archidiócesis de Madrid y las diócesis de esa Provincia Eclesiástica. Habéis venido acompañados por el señor cardenal Antonio María Rouco Varela, arzobispo de Madrid, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de sus obispos auxiliares, y de los obispos de Getafe y de Alcalá de Henares y, naturalmente, de todos vosotros. Habéis querido manifestar vuestro afecto al Papa, sucesor del apóstol Pedro, así como vuestro compromiso de entrega y servicio a la Iglesia de Jesucristo. Os doy mi más cordial bienvenida y os agradezco vuestra presencia aquí, tan numerosa, y de modo especial todo lo que hacéis como fruto de esa intensa experiencia eclesial y de fe que habéis vivido.
Algunos de vosotros han dado antes un expresivo testimonio de ella, que he seguido con atención. He apreciado la intensidad con que se ha vivido la condición del misionero y el colorido que adquieren ciertas facetas de la vida cuando se decide anunciar a Cristo: el entusiasmo de salir al descubierto y comprobar con sorpresa que, contrariamente a lo que muchos piensan, el Evangelio atrae profundamente a los jóvenes; el descubrir en toda su amplitud el sentido eclesial de la vida cristiana; la finura y belleza de un amor y una familia vivida ante los ojos de Dios, o el descubrimiento de una inesperada llamada a servirlo por entero consagrándose al ministerio sacerdotal.
Visitando los lugares donde Pedro y Pablo anunciaron el Evangelio, donde dieron su vida por el Señor y donde muchos otros fueron también perseguidos y martirizados en los albores de la Iglesia, habréis podido entender mejor por qué la fe en Jesucristo, al abrir horizontes de una vida nueva, de auténtica libertad y de una esperanza sin límites, necesita la misión, el empuje que nace de un corazón entregado generosamente a Dios y del testimonio valiente de Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. Así ocurrió aquí, en Roma, hace muchos siglos, en medio de un ambiente que desconocía a Cristo, único Salvador del género humano y del mundo; así ha ocurrido siempre, y ocurre también hoy, cuando a vuestro alrededor veis a muchos que lo han olvidado o que se desentienden de Él, cegados por tantos sueños pasajeros que prometen mucho pero que dejan el corazón vacío.
Os animo a perseverar en el camino emprendido, dejándoos guiar por vuestros pastores, colaborando con ellos en la apasionante tarea de hacer llegar a vuestros coetáneos la dicha indescriptible de saberse amados por Dios, el único amor que nunca falla ni termina. No dejéis de cultivar vosotros mismos el encuentro personal con Cristo, de tenerlo siempre en el centro de vuestro corazón, pues así toda vuestra vida se convertirá en misión; dejaréis trasparentar al Cristo que vive en vosotros.
Como jóvenes, estáis por decidir vuestro futuro. Hacedlo a la luz de Cristo; preguntadle: ¿Qué quieres de mi?, y seguid la senda que Él os indique con generosidad y confianza, sabiendo que, como bautizados, todos sin distinción estamos llamados a la santidad y a ser miembros vivos de la Iglesia en cualquier forma de vida que nos corresponda.
La Virgen María, Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, fue presentada por el Concilio Vaticano II como «ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (Lumen gentium, 65). Que su intercesión maternal os acompañe y os haga ser fieles a los compromisos que, dóciles al Espíritu Santo, habéis asumido para gloria de Dios y el bien de vuestros hermanos. Que os sea también de ayuda la Bendición Apostólica que os imparto con afecto.
Muchas gracias por vuestra visita.