En la excelente entrevista que recientemente me hicieron Ricardo Benjumea y Maica Rivera para el semanario Alfa y Omega se tocaban tangencialmente cuestiones medulares que me gustaría desarrollar. Es evidente que, sobre todo a lo largo del último medio siglo, los católicos hemos sufrido una serie de infiltraciones ideológicas que han terminado convirtiéndonos en la «sal sosa» a la que se refiere el Evangelio; pues, al fin y a la postre, lo que todas las ideologías –que no son sino sucedáneos religiosos– pretenden vanamente es construir un orden temporal prescindiendo de Dios, único fundamento en que puede sostenerse. A veces, este penoso proceso degenerativo fue involuntariamente alentado incluso por los Papas, que en su encomiable esfuerzo por combatir primero el liberalismo y después el comunismo bendijeron bodrios como la llamada «democracia cristiana», agentes provocadores de la decadencia católica.
Así, poco a poco, se fue produciendo –como en su día denunciase Charles Péguy– la conversión de la mística en política, que deseca la fe y convierte a los católicos en fariseos; o, como decía Bloy más brutalmente, en «cerdos burgueses». Este fariseísmo católico ha cerdeado, según las circunstancias, con las diversas ideologías en liza; aunque resulta evidente que durante las últimas décadas ha cerdeado sobre todo con las ideologías derechosas, que con el caramelito del mal menor han engatusado a los católicos de todos los modos posibles: dando el abrazo del oso a los Papas (recordemos el sórdido empeño de presentar a Juan Pablo II en comandita con Reagan y Thatcher), convirtiendo sus medios de comunicación (concebidos para propagar la fe) en descarados altavoces de propaganda partidista, parasitando y a la postre inutilizando heroicas iniciativas católicas como la defensa de la vida y la familia, etcétera. Y todo, al fin, para convertir a los católicos en «conservaduros» que, por temor a que los rojos les birlen los ahorros o les «okupen» el piso, van tragando carros y carretas, hasta que sus tragaderas se convierten en autopista expedita por la que pueden circular todas las fechorías políticas, todas las ingenierías sociales, todas las aberraciones morales consolidadas por los partidos conservadores (que, a la postre, son exactamente las mismas que impulsan los partidos progresistas).
Y en estas aparece Bergoglio. Hace unos días publicaba Lucetta Scaraffia un interesante artículo en L’Osservatore Romano en el que encomiaba el esfuerzo de Francisco por «arrancar a los católicos del abrazo interesado de la derecha» y evitar el «alineamiento de la Iglesia con posiciones estrictamente políticas»; y todo ello con el fin de permitirle esquivar «esquemáticas ecuaciones, en las cuales a veces se ha visto aprisionada». Scaraffia afirmaba que, al alinearnos con la derecha, los católicos hemos sido «utilizados, manipulados y tergiversados», pagando un «costoso precio por la inmersión en el juego político». Y señalaba que Francisco está tratando de «elevar el punto de vista» católico, apartándose de la rebatiña política, «con el desgaste que implica desembarazarse de mil trampas y mil condicionamientos, internos y externos». El artículo terminaba con un apóstrofe: «Los fieles deberíamos ayudarlo, haciendo un esfuerzo adicional por comprender lo que sucede, sin dejarnos influir por las voces que parecen saber cuál es el camino correcto, sólo porque es el camino más fácil». Y, tras la lectura del artículo de Scaraffia, surge imperiosa la pregunta: ¿se ocultan, tras las críticas a Francisco, los turbios intereses ideológicos de quienes, desde sectores derechistas, quisieran dar el abrazo del oso a la Iglesia? (Continuará)
Juan Manuel de Prada / ABC