Cuando llegué a la parroquia preparé con mucho esmero mi primera Navidad. Especialmente la Misa de Gallo. Durante la homilía de esa Misa tan especial cogí en brazos al Niño Jesús que tenemos en el pesebre. Y casi en conversación con él, hablaba del amor de Dios por todos nosotros.
El templo estaba a rebosar. La gente se quedaba de pie al fondo de la iglesia. Y en mitad de esta tierna homilía, un hombre alto, con aspecto rudo, que vivía debajo del Puente de Vallecas, gritó desde el fondo: «¿Y por qué me ha quitado a mi padre?». Yo me quedé de piedra, pero intenté seguir con la homilía tranquilamente. Intenté reconducirla, explicando que a pesar de ciertas tragedias en la vida, Dios nos ama. Pero él volvió a gritar lo mismo dos veces más. Todos estábamos muy tensos. Yo bastante nervioso. Terminé la homilía como pude y seguí con la Misa. No hubo más interrupciones. Ya conocía a este hombre, que venía de vez en cuando a pedir a la puerta de la parroquia. Era un poco agresivo y daba miedo su aspecto.
Al cabo de dos meses exactos, volvimos a tener noticias de él: había matado a su pareja debajo del puente. La policía le detuvo e ingresó en la cárcel. Todavía sigue allí. Sin saber mucho de su vida, y los detalles de su tragedia particular, sí puedo adivinar el odio que albergaba su interior. Aquella Nochebuena, el dolor del pasado afloró en su corazón y no pudo reprimir el daño interno y por eso se puso a gritar. Y pienso que es lo que ocurre en Navidad: el alma de la gente descubre su dolor y su miseria. Creo que es la presencia de Jesús, que viene a sanar las almas y pone de manifiesto lo que hay dentro de nosotros. El Niño Jesús es tierno y dulce, y por eso ilumina las tinieblas que encierran nuestras pobres vidas. Si nos dejamos, Él nos sanará.