La única ventaja que parece tener la irrupción del populismo en la escena española es que los representantes del consenso de 1978 y, en especial, quienes personifican el centro-derecha habrán de debatir sobre cuestiones de principio, sobre aquellos valores, anteriores a la definición de programas y estrategias, en que se fundamenta el sentido de nuestra sociedad. La crisis ha causado un inmenso desorden moral, un desmayo ético, una pérdida de referencias que han sumido a buena parte de los ciudadanos no solo en las ásperas penalidades materiales de una depresión, sino también en una indefensión cultural profunda. Como si a la merma de ingresos y de puestos de trabajo y a la quiebra de un horizonte de bienestar económico se hubiera añadido la carencia de los recursos identificadores que permiten al hombre considerarse miembro de una comunidad civilizada.
Todos nos hemos ido percatando, en circunstancias personales diversas, de que esta sociedad ha tocado fondo. Una tormenta histórica ha sacado a la luz los años de abandono de una forma responsable de vivir, consciente de las tradiciones, de las creencias, de los valores esenciales sin los que una sociedad pierde su capacidad de reconocerse. Sin la permanente evocación de principios que nos proporcionan arraigo y solidez, la angustia generada por la crisis no encuentra consuelo. La desolación del hombre es estremecedora sin una firme conciencia cultural.
Este paisaje baldío había de traslucirse en el debate político. Las discusiones ya no se realizan sobre asuntos de trámite ni los oradores se limitan a temas administrativos. Las querellas parlamentarias ya no flotan en las aguas rugosas del presupuesto o los reglamentos. Desde la anterior legislatura, el desafío podemita ha puesto las cosas en otro nivel de enfrentamiento. Un rango mucho más alto, no referido ya al modo de interpretar la Constitución ni a la manera de ordenar las cuentas públicas. Una altura desde la que se observa el rotundo antagonismo de nuestro tiempo, la radical discrepancia entre quienes pretenden desmantelar un ámbito de ideas tradicional y los que tienen la obligación de defenderlo. La perspectiva de una civilización yace a los pies de esta etapa de crisis.
Como siempre ha ocurrido en la historia, el debate enfrenta a quienes se presentan ante una ciudadanía vulnerable como portadores de una fantástica utopía y quienes ofrecemos elementos cruciales de continuidad, defendiendo la validez de los factores ideológicos de una nación solo comprensible en el seno de la cultura occidental. A un lado, ese populismo que vierte su rencorosa jalea real sobre millones de jóvenes que sufren las odiosas circunstancias económicas de este ciclo. Y, así mismo, las promesas de desguace de lo que llaman viejo junto con el anuncio del feliz inicio de un mundo emancipado y fraterno en el que todo comenzará a pensarse desde la nada. Al otro lado, la vigencia de nuestras raíces, la fortaleza de nuestras creencias, debilitadas por la falta de coraje o la apatía imprudente de los custodios no solo del sistema institucional, sino también de los principios impulsores de un civismo cohesionador. A ellos corresponde esgrimir esa interpretación del mundo como la mejor equipada para la regeneración de nuestra comunidad tan gravemente lesionada.
Ha sido el pleno del Ayuntamiento de Madrid el lugar en el que ese debate ha alcanzado su mayor calado, su expresividad más conmovedora. Esperanza Aguirre no permitió que una propuesta sobre la organización municipal de las fiestas navideñas pasara como una cuestión rutinaria, una más de las provocaciones rupturistas con que nos obsequia el equipo de gobierno, con falsa cordialidad e insolente penuria de respeto a las creencias de la mayoría de los madrileños. Esperanza Aguirre no permitió que quedara sin respuesta ideológica lo que Rita Maestre presentaba como un programa integrador para la Navidad, atento a la diversidad de la población y a su comodidad que, según ella, se garantizaba mejor negando el carácter eminentemente religioso de la conmemoración. Una sociedad laica debía escenificar otra Navidad, secularizada, desvinculada de sentimientos cristianos, amputada de creencias propias, izada en el centro de España como modelo a seguir y faro luminoso de una revolución cultural que debía arrancar al igual que todas: echando abajo los símbolos, las conmemoraciones, las fiestas populares, los vestigios de una continuidad, la lógica de una tradición, la línea de una permanencia histórica.
La Navidad había de ser, en el sentir de los mandamases madrileños, una alegre y combativa celebración de la multiculturalidad, una jovial aceptación de la falta de identidad de los españoles, una danza festiva en torno a una hoguera donde arde nuestra conciencia. Todo, eso sí, con una sonrisa. Todo, con ese gesto de torpe indiferencia ante el mal que se hace. Todo, con ese aire de rebeldía que impugna el mundo entero y se asombra ante la resistencia de quienes sabemos lo que nos estamos jugando a golpe de gesticulación y a fuerza de ignorancia.
Esperanza Aguirre realizó una de las intervenciones más brillantes que se recuerdan en los últimos tiempos de plenos municipales. Porque elevó el tono del discurso hasta alcanzar el punto de ebullición argumentativa en que las cosas se revelan como son en el fondo. Así ejerció una densa y abrumadora defensa del carácter cristiano de la Navidad. También con una sonrisa, sin ponerse nerviosa, sin dejarse amedrentar. Y con la profunda serenidad, enérgica y conciliadora, de quien sabe que no está respaldando un privilegio o una costumbre banal. Lo que defendía, frente a las ridículas impostaciones de la portavoz del equipo municipal, no fue solo el carácter cristiano de la Navidad. Es duro el tiempo en el que hay que luchar por lo evidente, desde luego. Pero Esperanza Aguirre fue mucho más lejos, afrontando lo más hondo de la ofensiva podemita. Defendió el cristianismo como base de nuestra cultura. Defendió una creencia, reservada a quienes tenemos fe en la divinidad de Jesús, pero también describió la inviolable relación entre nuestra civilización y el mensaje cristiano. La igualdad de los hombres, la dignidad inviolable de la persona, el amor esencial, la rectitud, la compasión y el reconocimiento de todo individuo como encarnación sagrada de un proyecto universal.
Sobre esos principios, recalcó Esperanza Aguirre, se ha construido el orden moral en el que camina desde hace dos mil años la historia de Occidente. Sobre esos valores, el clasicismo, el humanismo, la Ilustración y la democracia levantaron el sistema cívico que nos cohesiona y garantiza nuestros derechos fundamentales. La portavoz popular no solo dio altura al debate, sino que puso freno a la insolencia podemita habituada a la falta de respuesta. Evocó cosas tan elementales, que han acabado por pasar inadvertidas, como el aire que respiramos sin apenas darnos cuenta. Restauró la sustancia de todo aquello que conmemoramos como miembros de una sociedad significativa. Como civilización constituida a lo largo de los siglos, como cultura de la que sentirnos orgullosos, como comunidad de valores a la que pertenecemos radicalmente.
Fernando García de Cortázar / La Tercera de ABC