El bautismo de Jesús en el Jordán inicia una aventura apasionante que aún no ha llegado a término: es la aventura de la carne humana ungida por el Espíritu de Dios, quien, como si se tratara de una nueva creación, la impulsa hacia la gloria.
Por eso, la fiesta del Bautismo de Jesús cierra el ciclo de Navidad. Puede resultar sorprendente el salto cronológico que se da desde Belén, donde hemos visto nacer al Mesías y ser adorado por pastores y magos, hasta el río Jordán. Aquí, el joven profeta de Nazaret, de unos treinta años, se sumerge en sus aguas para ser bautizado por el Bautista en señal de penitencia. Este salto en el tiempo no lo es en la teología: en el Bautismo se revela definitivamente la identidad personal del Niño de Belén. Ya no se trata de lo que dicen los ángeles, pastores y magos. Según el relato evangélico, cuando Jesús se sumerge en las aguas (eso significa etimológicamente bautismo) y asciende de ellas, se rasga el cielo y se oye la voz del Padre que dice: Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco. Y el Espíritu Santo «bajó sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma» (Lc 3,22) para ungir a Jesús con una fuerza que jamás le abandonará y que trasmitirá, como don divino, a quienes sean bautizados en él. Ya no hay dudas de quién es Jesús. Su Padre las despeja desde lo alto.
¿Qué significa todo este lenguaje, que resultará extraño a quien no esté familiarizado con la Escritura o haya dado la espalda a la realidad sobrenatural? Los estudiosos llaman a este acontecimiento «teofanía», manifestación de Dios. También lo designan como «cristofanía», porque Cristo está en el centro de la revelación. Pero también podemos decir con propiedad que se trata de la manifestación del Hombre nuevo que acontece en Cristo. Permítanme explicarme.
Al asumir el Hijo de Dios nuestra carne, se ha hecho solidario con el hombre de forma inaudita e inefable. Se ha cargado –valga el símil– con un fardo pesado a sus espaldas, dado que nuestra carne, la carne humana, estaba herida por el pecado de Adán. De hecho, si Jesús quiere ponerse en la fila de los pecadores que deseaban hacer penitencia por sus pecados en el Jordán, es para mostrar que no había hecho ascos a la condición humana, ni «se avergonzó de llamarnos hermanos» (Heb 2,11). Quiso ser contado entre los pecadores, sin haber cometido pecado ni haber sido tocado por el viejo Adán. Jesús es el hombre nuevo, el perfecto Adán que restaura al caído. De ahí que su carne reciba la Unción de lo Alto para convertirse en el cauce a través del cual el Espíritu se trasmita a los hombres, sus hermanos, y puedan aspirar a la renovación de todo su ser. No hay visión más positiva de la carne del hombre que ésta manifestada en Jesús, que le hizo exclamar a Charles Péguy: «lo sobrenatural es a la vez carnal».
He dicho que lo que sucede en el Jordán nos afecta a todos los redimidos por Cristo. Nuestra vida consiste en dejarnos invadir por su Espíritu, que descendió sobre nosotros en el Bautismo y nos unió a él con lazo indestructible. Es el Espíritu de los hijos de Dios que nos da la verdadera libertad; el Espíritu de la resurrección que ya ha comenzado a actuar en nosotros hasta el momento final de la resurrección de la carne; el Espíritu de la verdad que nos permite conocerla, amarla y proclamarla a los cuatro vientos; el Espíritu de la justicia y la caridad, que podemos practicar sin temor a sucumbir en nuestra debilidad; el Espíritu de la misericordia que nos capacita para ser iconos del Cristo misericordioso que se acercó a los pecadores y comió con ellos en su mesa porque había venido a buscarlos y hacerlos partícipes de su Reino. Por eso, aquella aventura que comenzó en el Jordán continúa cada día que un redimido por Cristo se deja invadir y guiar por su Espíritu.