En cuanto nos encienden las luces de la ciudad, es como si se nos apagara la bombilla interior y nos lanzamos desbocados a la locura de las compras como si no hubiera un mañana. Compramos afanosamente, como si el mundo estuviera de saldo y nunca hubiéramos sentido que tener más, no nos hace más felices. Llega el Black Friday y la cartera se queda en blanco una vez conseguidos esos supuestos chollos no reflexionados. Que conste que no hay nada más placentero que comprar para regalar y ser regalado. Vaya por delante que cuando la economía nos viene estrecha, agradeceríamos que los Black Friday fueran más habituales. Necesitamos y esperamos las rebajas para poder adquirir todo lo que no podemos permitirnos a precios normales, pero el problema es caer en su trampa. Sería bueno intentar ejercitarse en una sobriedad insobornable, levantando un dique íntimo contra el consumismo. La señora cargada de bolsas que se refleja en el cristal podríamos ser cualquiera de nosotros. Compramos a manos llenas, pero afortunadamente hay cosas que no podremos comprar jamás: ver dormir al bebé en su cuna, un amanecer en la playa, el olor de la lluvia, el beso interminable de la abuela o ese café de media mañana con los amigos. ¡Cuántas veces nos ha prevenido el Papa Francisco contra el peligro de dejarnos intoxicar por las posesiones materiales que nos impiden ser capaces de ver y hacer lo que es esencial! Y es esencial que un Black Friday cualquiera no nos haga perder de vista que si algo valgo no es por lo que tengo o por lo que anhelo adquirir. Somos mucho más que un reflejo en el cristal cargado de bolsas. Propongámonos poner en marcha una cruzada personal contra un sistema que nos persuade a gastar dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos. Siempre viene bien recordar que muchas veces menos, es más.