Esas pequeñas ideas que logran encender el fuego
Mire bien la fotografía que ilustra esta página. ¿Reconoce este rostro? Es muy probable que el lector no sepa qué identidad esconde esa mirada, y ni siquiera recuerde haber oído el nombre de esta mujer: Pauline-Marie Jaricot. Sin embargo, de ella hablaron Pío XI, el Beato Juan XXIII, el santo Cura de Ars y Juan Pablo II, entre otros; además, su labor dio pie a una importante reflexión en el Concilio Vaticano II; y, ahora, un emisario del Papa acaba de clausurar el Año de Jubileo que concedió a la diócesis de Lyon, con motivo del 150 aniversario de su muerte. Y no es para menos, porque Jaricot tuvo una de esas pequeñas ideas que son capaces de revitalizar profundamente el corazón de la Igle
Mire bien la fotografía que ilustra esta página. ¿Reconoce este rostro? Es muy probable que el lector no sepa qué identidad esconde esa mirada, y ni siquiera recuerde haber oído el nombre de esta mujer: Pauline-Marie Jaricot. Sin embargo, de ella hablaron Pío XI, el Beato Juan XXIII, el santo Cura de Ars y Juan Pablo II, entre otros; además, su labor dio pie a una importante reflexión en el Concilio Vaticano II; y, ahora, un emisario del Papa acaba de clausurar el Año de Jubileo que concedió a la diócesis de Lyon, con motivo del 150 aniversario de su muerte. Y no es para menos, porque Jaricot tuvo una de esas pequeñas ideas que son capaces de revitalizar profundamente el corazón de la Iglesia…
En julio de 1799, Francia aún se desangraba por el terror rojo impuesto por Robespierre tras la Revolución Francesa. Los católicos fieles a Roma eran perseguidos por las autoridades, la imagen de la Virgen había sido sustituida en Notre Dame por una estatua de la diosa razón, y los sacerdotes eran obligados a jurar fidelidad a la República antes que a Dios, tras la redacción de la Constitución Civil del Clero. Además, Napoleón proyectaba, en Egipto, el Golpe de Estado tras el que se coronaría emperador y haría preso al Papa. Pues bien, en medio de este ambiente tan desolador nacía, en Lyon, Pauline Marie Jaricot.
Sus padres eran comerciantes de telas, y los revolucionarios no tardaron en requerir los servicios de la familia para lucir tan radiantes como los aristócratas a quienes habían derrocado. Eso permitió a Pauline crecer en un hogar acomodado en el que, además, recibió una sólida educación cristiana. Cuando tenía 15 años, su estabilidad física y emocional calló de bruces…, literalmente: sufrió una aparatosa caída que la dejó temporalmente postrada, y, durante su convalecencia, murió su madre. Pauline tardó meses en recuperarse, tiempo en el que se refugió en los consejos de su hermano Philippe, que se preparaba para ser sacerdote a pesar de los problemas por los que atravesaban los seminarios. En la discreción de su adolescencia zaherida, Pauline descubrió que el trato frecuente con Cristo, a través de la Eucaristía diaria y de la lectura del Evangelio, daba a la vida un nuevo horizonte, una razón para vivir la vida en plenitud, feliz a pesar de las dificultades, entregándose a los demás. Y que, en el camino a la virtud, no hay mejor ayuda que la intercesión de la Madre, que cuida de sus hijos cuando éstos la invocan en el Rosario.
Aquella lección, aprendida desde la experiencia, impulsó a Pauline a hacer voto de virginidad ante Dios, y a consagrar su vida a la evangelización de sus coetáneos, que parecían no sólo olvidar a Dios, sino combatirlo.
En apariencia, Pauline no era más que una joven estudiante de Leyes, pero el Espíritu ya había puesto en su interior el impulso de evangelizar en su entorno y más allá de sus fronteras. De este modo, Pauline dio inicio a una campaña para recoger fondos para las misiones, así como un apostolado del Rosario y de reparación ante el Corazón de Cristo. La dinámica estaba basada en la implicación personal: para la Obra de la Propagación de la Fe, solicitó a sus amigos un centavo a la semana y buscar a otras 10 personas que hiciesen lo mismo: dar un centavo y buscar a 10 colaboradores. La red se extendió rápidamente en número y recaudación. Para el Rosario Vivo, repartió los 15 misterios entre 15 amigos, que rezaban concatenádamente los 10 Avemarías y buscaban a otros 15 para hacer lo mismo. En poco tiempo, el grupo consiguió que el rezo del Rosario se elevase ininterrumpidamente, durante todo el día, por encima del bullicio de la era napoleónica. Además, renunció a su herencia y se dedicó a evangelizar y a cuidar de las familias obreras y de los marginados, tanto que llegó a vivir en la pobreza.
Con toda humildad, Pauline puso su labor al servicio de la Iglesia, y en 1822, la Sociedad para la Propagación de la Fe ya rendía cuentas ante Roma, que le concedió, en 1922, el carácter oficial, con el nombre de Obra Pontificia para la Propagación de la Fe, hoy asumida en la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, y que impulsó las Obras Misionales Pontificias y la Infancia Misionera, que se celebra este domingo. Hace unos días, fue el cardenal Filoni, Prefecto de este Dicasterio, quien clausuró, en Lyon, el Año de Jubileo por el 150 aniversario de la muerte de Pauline Marie Jaricot, que, como dijo Juan Pablo II, «mostró que la misión es responsabilidad de todos los bautizados, pues, según sus sencillas palabras, cada uno puede ser la cerilla que enciende el fuego».