Siempre ha habido hambre y hambrientos en el mundo. Tanto es así que el primer mundo, pagado de sí mismo tantas veces, se acostumbró a ver en el tercer y cuarto mundo el de la penuria más terrible como parte de un paisaje inevitable. Entonces, se echaban unas monedas en el cepillo de la hipocresía, y con una pequeña cantidad de sobrante opulento se paliaba simbólicamente no tanto el hambre, que seguía siendo hirientemente real, sino la mala conciencia.
La denuncia puede ser tan osada como estéril, si no implica al propio corazón, al propio bolsillo, en una conversión real por amor a Dios hacia quienes tienen menos, mucho menos, de modo inculpable y misterioso. Una denuncia que no empieza y termina en la barricada o la trinchera, sino que sabe conciliar la fe, la caridad, la creatividad, la audacia, la esperanza y la misericordia. Así ocurrió hace cincuenta y un años, cuando un grupo de mujeres de Acción Católica crearon la Asociación Manos Unidas. Decidieron decir basta al hambre como lacra terrible de nuestro mundo.
Reconocía Juan XXIII que junto a los avances indudables en el campo científico y técnico, no se había crecido ni evolucionado a la par en el terreno moral y humano. Un mundo de contrastes, donde grandes avances conviven con incompresibles retrocesos. Entonces el Papa dijo que la Iglesia debía volver a inyectar en las venas de la Humanidad la savia del Evangelio.
Esto hicieron las mujeres de Manos Unidas: declarar la guerra al hambre. Iniciaron una obra encaminada a remediar las tres hambres que afligen al mundo: Hambre de pan, hambre de cultura y hambre de Dios. Esto es lo que distingue ya desde el inicio a Manos Unidas de tantas otras ONG no cristianas, estas tres hambres para las cuales reparten con amor ese Pan que es el mismo Dios hecho caridad, saciando el hambre material, quitando la hambruna ignorante y la de la indiferencia o lejanía del Señor.