La potencia creadora de los novelistas de la generación perdida ha dejado en una cierta penumbra a quienes no dispusieron de la proyección universal de Faulkner, Steinbeck o Hemingway. Estos mismos invitaron a prestar la atención debida a su relevo generacional cuya notable producción novelística nunca llegó a tener, sin embargo, la audiencia de los autores de El sonido y la furia, Las uvas de la ira o Adiós a las armas. Ni tampoco la de algunos de sus compañeros que no lograron encaramarse, como ellos, al reconocimiento solemne del Premio Nobel: Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson, Erskine Caldwell. De lo que no hay duda es de que una nueva promoción de escritores de contrastada calidad aunque algo apagados por la luz cegadora de sus predecesores hicieron méritos suficientes como para mantener viva la tradición literaria nacional.
Entre todos ellos, siempre me ha parecido que hay una figura superior, hija de uno de esos instantes milagrosos de la historia cultural en que alguien de sensibilidad domada por la inteligencia y de rigor creativo no exento de ternura explora el aislamiento espiritual de los inadaptados y marginados del Sur de los Estados Unidos. Quien narra el mundo debe disponer de sagacidad de análisis y de recursos para perfilar caracteres y expresar lo que en verdad interesa a los lectores. Pero si carece de ese amor por lo que nos rodea, ni ingenuo ni apocado, sino apasionado compromiso con la Creación, solo será capaz de emitir el sonido falso y el resuello hueco de los que nos habló san Pablo cuando midió el peso de la caridad en la definición de nuestro saber.
Crudeza y ternura
Esa personalidad excepcional es la escritora Carson McCullers, cuya vida ajetreada y dolorosa se extinguió en 1967, a los 50 años. No había cumplido los 20 cuando ya asombró al mundo con El corazón es un cazador solitario, una historia de dependencia emocional entre dos seres débiles, un relato de madurez literaria que provocó la admiración de los aún muy activos protagonistas de la generación perdida, especialmente de Faulkner, que siempre se refirió a ella con generosa complicidad. Al futuro Premio Nobel debió de alegrarle que la tradición de la novela sureña hubiera encontrado un relevo, pleno de sensibilidad, capaz de decir a los lectores de cualquier parte –pero, en especial, a los presuntuosos liberales de Nueva York– que el mundo primitivo, cálido, elemental de McCullers transpiraba mucho más que sudor ingrato y anacrónico. Existía un modo muy especial de conectar con el flanco íntimo de un paisaje inmisericorde para extraer, de aquella aparente devastación, la humanidad y el amor que palpitaban más allá del atraso y la violencia.
De entre todos los relatos que escribió McCullers desde entonces, hay uno al que vuelvo, cuando me amenaza la melancolía por las sinrazones del hombre y por la absurda necesidad de negar lo mejor de nuestra naturaleza: la esperanza que poseen los seres redimidos y el amor que proporcionan a sus semejantes. Ni una ni otro son actos espontáneos, sino resultado de una fe sincera en los motivos y el sentido por el que fuimos hechos para el mundo y para la eternidad. La balada del café triste fue escrita del modo en que llegan las iluminaciones creativas, fruto de un fogonazo que le hizo a su autora interrumpir la redacción de Frankie y la boda, un texto más largo y pretencioso.
Era la historia de una mujer extraña, arisca, recelosa de toda muestra de cariño, reacia a la compasión y dura para sobrevivir en una tierra de hombres. La señorita Amelia, propietaria de una destilería y de un pequeño bar en un pueblo arrasado por su incongruencia histórica, fue alcanzada por el amor a un ser indefenso, que aprovechó la obsesiva esclavitud sentimental que llegó a crear en aquella hembra inexpugnable. Toda aquella historia terrible se escribió en un tono sencillo, pretendidamente informal, que abruma al lector obligándole a participar, como un personaje más, de lo que está sucediendo. La mezcla de crueldad y de ternura, de seres atados a la tierra y de espíritus que tratan de superar su servidumbre, se vale de un relato de extrema crudeza, pero que siempre contiene la esencia de la salvación. Lo único que puede justificarnos es esa caridad que se encuentra en el último estrato de nuestros actos.
Para Amelia, todo lo que le ocurrió –la entrega al amante, la humillación, el abandono, la destrucción de sus bienes–, vino marcado por el sufrimiento, pero también por el afán de redención que supo imprimir a su relato la pluma portentosa de aquella escritora fuerte y frágil. La que acababa su historia describiendo el cántico de la cuerda de presos en la carretera, como metáfora de esa libertad y fraternidad que se eleva por encima de las condiciones concretas de existencia: «La música va creciendo hasta que al fin parece que el sonido no proviene de los doce hombres encadenados, sino de la tierra misma o del ancho firmamento. Es una música que ensancha el corazón, que estremece de éxtasis y de temor a quien la escucha. ¿Quiénes son esos hombres, capaces de hacer una música así? Solo doce mortales, siete chicos negros y cinco chicos blancos de este condado. Solo doce mortales que están juntos».