Mi médico de cabecera del centro de salud del barrio siempre tiene la sala de espera llena. A rebosar. Por la tan sabida saturación, sí, pero sobre todo porque es como «los de antaño» que relataba mi abuela; ese doctor que conocía a sus pacientes y entendía que una dolencia es algo mucho más integral que local. Mi madre, que odia ir al médico, solo baja porque es «mi Paco». Tengo la inmensa suerte de que lo mismo sucede con la pediatra de mi hija, una mujer buena que desborda cariño y ocupación.
No ocurre así siempre; ni siquiera podría decir que esto es lo habitual. Reconozco que ni una sola vez en las que he acudido al hospital público de mi ciudad a consultas externas he tenido la experiencia de ser tratada con cierto interés. No pido el conocimiento de un médico de familia, obvio, pero al menos algo de atención. Sin ir más lejos, hace dos días. Una consulta medio rutinaria, pero que llevaba esperando cuatro meses. Tres señoras mirándome con cara de pocos amigos y monosílabos. Faltaba una lámpara apuntándome para el interrogatorio. La escasez de tiempo no me sirve: mientras me atendía entró una cuarta y charlaron sobre la cena. Lo mejor fue el diagnóstico: «No tienes nada». «Pero si no me ha podido examinar…». «Ya. Vuelve en un año».