Los cuidados son la base que permite que todo lo demás funcione: la economía, las familias, la vida misma. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), las mujeres dedican 4,3 horas diarias al trabajo de cuidados no remunerado, frente a las 2,1 horas que invierten los hombres. Esa desigualdad se reproduce también en el ámbito laboral, donde los trabajos de cuidado remunerado continúan infravalorados y feminizados.
Cuidar, ser cuidado y cuidarse integran un derecho humano autónomo, reconocido por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Todas las personas hemos necesitado cuidados en algún momento —al nacer, enfermar o envejecer— y probablemente volveremos a necesitarlos. Pero este derecho se sostiene sobre la desigualdad: son las mujeres, y en especial las mujeres migrantes, quienes lo garantizan a costa de su propio bienestar. En 2024, 565.718 personas estaban empleadas en el sector de los cuidados en España. Nueve de cada diez eran mujeres, casi el 70 % migrantes, y una de cada cuatro se encontraba en situación administrativa irregular.
Aunque los cuidados han ganado visibilidad en el debate público, las políticas siguen sin reflejar su importancia real. El envejecimiento poblacional, la falta de personal cualificado, la precariedad del sector y la desigualdad en el reparto doméstico hacen urgente este tema: para 2050, una de cada cuatro personas en España asumirá la responsabilidad de cuidar a las otras tres. El Gobierno ha creado una comisión interministerial y un grupo de trabajo con las comunidades autónomas. Sin embargo, se sigue evadiendo lo importante: detrás de las cifras existen miles de historias de mujeres migrantes que trabajan en condiciones de extrema vulnerabilidad.
«Hasta ahora, el cuidado se ha construido desde el privilegio de quien lo recibe», explica Edith Espínola, portavoz de SEDOAC (Servicio Doméstico Activo) y directora del Centro de Empoderamiento de Trabajadoras de Hogar y Cuidados (CETHYC) en Madrid. «Pero pocas veces se tiene en cuenta quién realiza ese trabajo y, sobre todo, en qué condiciones. Hablar de cuidados también es hablar de derechos: laborales, de salud, de vivienda y de educación».
Acceder a esos derechos sigue siendo una tarea casi imposible. La vida diaria de muchas cuidadoras está marcada por la informalidad, los bajos salarios y la discriminación. «Desde su origen, el sistema especial del empleo del hogar establece que las trabajadoras domésticas tengan menos derechos que el resto. Es una estructura que legaliza la desigualdad», denuncia Espínola.
Esa precariedad impacta directamente en la salud física y mental de estas mujeres. El informe Trabajo invisible, cuerpos rotos de Oxfam Intermón revela que más del 90 % de las encuestadas sufre dolores musculoesqueléticos, el 65,5 % padece estrés y el 59,2 %, ansiedad. El 74 % necesita recurrir habitualmente a analgésicos para poder cumplir con sus jornadas.
Además, el hecho de que no se reconozcan las enfermedades laborales impide el acceso a bajas médicas o a incapacidades permanentes, aumentando la vulnerabilidad y el riesgo de empobrecimiento de las trabajadoras, según denuncia el informe Cuidar con derechos, vivir con dignidad del Servicio Jesuita a Migrantes. La prevención de riesgos laborales es una de las grandes preocupaciones del sector. La reciente normativa que obliga a las familias empleadoras a autoevaluar los riesgos en el hogar deja la responsabilidad en manos de personas sin formación técnica suficiente, lo que puede provocar que la evaluación sea ineficaz y no garantice las condiciones mínimas de seguridad. Este informe también señala las contradicciones del sistema: muchas familias empleadoras quieren cumplir la ley y ofrecer condiciones dignas, pero carecen de información actualizada sobre la normativa laboral y de extranjería, de recursos económicos suficientes o del apoyo público necesario para sostener los cuidados.
Por otro lado, las relaciones laborales dentro del hogar suelen moverse en una zona ambigua, donde los límites afectivos y profesionales se diluyen. Esa cercanía puede generar vínculos de confianza, pero también contextos de manipulación o incumplimiento de derechos, alejándose de las condiciones formales que marca la ley. Por ello, es urgente reconocer el trabajo doméstico y de cuidados como una competencia laboral más.
Mientras tanto, las trabajadoras internas —aquellas que viven en el mismo hogar donde trabajan— son las más expuestas. Sus jornadas pueden superar las 60 horas semanales, sin descanso real ni separación entre su vida personal y laboral.
Estas mujeres sostienen un sistema que no las reconoce. Sin su trabajo, el cuidado de miles de personas mayores y dependientes colapsaría. Por eso, cuando hablamos de cuidados, no solo hablamos de dependencia, conciliación o envejecimiento: hablamos también de migración, desigualdad y derechos fundamentales.
La aprobación de la iniciativa legislativa popular (ILP) para la regularización del más de medio millón de personas que viven y trabajan en España antes de que termine el año es una medida urgente que el Gobierno puede tomar para garantizar que las trabajadoras de hogar y cuidados, así como todas las personas que sostienen con sus trabajos el estado del bienestar, tengan la protección legal y el acceso a derechos básicos y condiciones laborales dignas que todas merecemos. Una regularización administrativa que no solo haría justicia, sino que garantiza los cuidados del futuro reconociendo a quienes ya nos cuidan hoy.