Desde que se levanta hasta que se acuesta, mientras plancha o lava la ropa, cuando coge el autobús o camina por la calle. Un coro de ángeles, la comunión de los santos, el mismísimo Dios acompañan a Rosalía en su cotidianeidad. Y gracias a ella nos acompañan a nosotros: ella nos hace sensible lo invisible.
Rosalía siempre ha sido una artista del exceso, pero en Lux no exagera: se consagra. Su nuevo disco no es un espectáculo ni una estrategia de marketing, sino una liturgia. Lo anunció con luz —la lux del título—; y la luz, desde los padres de la Iglesia, es la forma visible de la gracia. Como si la artista catalana hubiera decidido convertir el pop en un sacramento.
Hace unos días escuchamos Berghain, la primera pieza de ese oratorio contemporáneo. En ella, Björk susurra: «The only way to save us is through divine intervention» («la única forma de salvarnos es por intervención divina»). Una frase que suena a plegaria en medio del beat. Rosalía canta sobre un Dios que está con ella, en lo pequeño, en lo mundano: la Virgen que corona la entrada de su casa, un Sagrado Corazón sobre el cabecero, el rosario en sus sandalias. Todo se convierte en signo: el gesto doméstico elevado a altar. Su Dios no está (solo) en el cielo, sino en su habitación.
Lux —grabado con la Orquesta Sinfónica de Londres y la Escolanía de Montserrat— suena como si el coro de los santos hubiese descendido a acompañarla. Pero aquí no hay dogma, hay deseo: la fe como búsqueda. Como «santa Teresa» en sus Moradas, Rosalía atraviesa habitaciones interiores. No pretende ser Dios, como recuerda citando a la mística Rabi’a al Adawiyya: «Ninguna mujer pretendió nunca ser Dios». Pero lo busca. Lo roza. Lo canta. Y, en esa tensión, su pop se vuelve teología.
Rosalía no habla de la salvación como doctrina, sino como compañía. En una estrofa dedicada a su sobrino Genís escribe: «Si en el corazón ya no tienes frío, es que tienes un ángel, el que yo te envío». En ese verso está su credo: la fe como cuidado, como calor, como respuesta a una llamada que es pregunta. No es una superstición; es una mística de la ternura. Y también una forma de morir. Porque en Berghain, entre sintetizadores y violines, parece despedirse en una unión final que no es la del poder, sino la del abandono: ella se funde con el Amado.
En tiempos donde todo es fugaz, Rosalía elige la eternidad. Hace pop con el alma y lo convierte en oración. Quizá por eso Lux no sea un álbum más, sino una revelación: el intento obstinado de una muchacha que, a través de la música, va dejándole espacio a Dios.