La hija de una gran amiga es preciosa, y también, como dice su madre, «selectiva». Tiene 4 años y mucho apego familiar, pero poco a poco va cortando ese cordón umbilical. En nuestra liturgia vespertina de sábado, que deseamos se incremente, merendábamos tortitas en casa y escogimos un libro al azar de mi nutrida biblioteca de volúmenes ilustrados. Las tiritas de Chloe, de Edelvives, cuenta cómo esta niña va siempre pertrechada de un neceser lleno de tiritas para curar inmediatamente a aquel que tiene una herida. Hasta que se encuentra con un niño cuyo dolor es invisible, porque es del corazón, y Chloe ve que sus aperos no sirven. Al menos, no los materiales. Pero cuando se funde con él en un abrazo, ese cuidado minimiza el sufrimiento. Al soltar el libro, mi amiga me miró con sus inmensos ojos brillantes y me dijo: «Inés —mi hija— es una niña tirita». Y lo es. Con su amiguita. Conmigo, cada vez que me ve triste por el monstruo que nos acecha y me dice: «Mamá, yo te protejo». Y abre sus brazos y me rodea, siendo consuelo de alma y cuerpo. Pensaba, estos días, también en esas niñas que hieren. A veces tan hondo que sus víctimas no ven salida. Y quiero decir a esas madres que sus hijas pueden ser tiritas, no cuchillos.