¿Sabías que un concilio juzgó al cadáver de un Papa?
Al esqueleto de Formoso lo sacaron de la tumba para ser juzgado y condenado. La ajetreada y convulsa Europa del siglo IX motivó uno de los episodios más macabros de la historia de la Iglesia
Diez meses después de la muerte, lo que suele quedar de un cadáver no es nada más que huesos. Pero eso no detuvo al Papa Esteban VI para desenterrar a su predecesor, el Papa Formoso, y sentarlo en la basílica de San Juan de Letrán para entablar contra él un juicio póstumo. A Formoso no solo le envenenaron para hacerle morir, sino que en un concilio convocado con este fin fue declarado culpable y condenado para toda la eternidad.
La Europa de finales del siglo IX estaba dividida entre los partidarios del Imperio carolingio y los del Imperio germánico. A la muerte de Carlo Magno en el año 814, su legado territorial se dividió entre sus nietos en tres partes, que con el tiempo evolucionarían a las actuales Francia y Alemania. Este vacío de poder debilitó la autoridad imperial y la misma Roma se debatió durante casi dos siglos entre los partidarios de los francos y los de los germánicos, encabezados por Formoso, cardenal obispo de Oporto. En un primer momento, ganaron los primeros y Formoso se vio obligado a huir del Vaticano, a lo que el Papa de entonces respondió con una excomunión para él y sus seguidores. El siguiente Pontífice fue más progermánico, así que levantó la excomunión a Formoso y este pudo regresar. En el año 891 fue elegido él mismo sucesor de Pedro, originando —¡cómo no!— nuevas suspicacias del bando contrario.
El Papa mantuvo una postura ambigua para tratar de contentar a unos y otros, pero no lo consiguió. El ejército de los germanos entró en Roma para hacer una demostración de poder, y Formoso coronó emperador a Arnulfo, su rey. Cuando estos se marcharon, Roma estalló en un tumulto considerable, y de resultas Formoso acabó muerto por envenenamiento.
Un nuevo Pontífice subió al trono, y luego otro: Esteban VI, partidario de los francos. Quiso realizar otra demostración de fuerza, esta vez en el seno de la Iglesia. En febrero del año 897, ordenó que el cadáver de Formoso fuera arrancado de la tumba donde había permanecido durante nueve meses. Su esqueleto fue revestido con ropas pontificias y colocado en un trono en la basílica lateranense. «¿Por qué, hombre ambicioso, has usurpado la sede apostólica de Roma, tú que antes eras obispo de Oporto?», fue la acusación formal que hizo de entrada el mismo Esteban ante numerosos cardenales y obispos. Formoso, a la fuerza, quedó mudo; le dejó el papelón a un diácono novato que fue elegido para hablar en su nombre y dar la apariencia de un juicio más o menos justo. El pobre hombre solo alcanzó a musitar cualquier cosa, ante la extraña sonrisa que presentaba la calavera del Papa difunto.
La sentencia condenó a Formoso: le arrancaron las vestiduras; le cortaron los tres dedos de la mano derecha, con los que los Papas otorgan su bendición, y su cadáver fue arrojado al Tíber. Sus seguidores se tomaron la justicia por su mano y Esteban VI fue encarcelado y estrangulado a los pocos meses.

No mucho después del proceso tuvo lugar en Roma un terremoto y la basílica de San Juan de Letrán resultó dañada, hasta el punto de que se hundieron la fachada y parte del techo. Lo ocurrido fue interpretado por los romanos como un castigo por parte de Dios ante los desatinos en los que había caído su Iglesia.
Sin embargo, este macabro episodio de la historia no quedó así. Años después de todo aquello, el Papa Juan IX convocó dos concilios para declarar que todo juicio canónico realizado sobre una persona ya fallecida era inválido. Sin embargo, el Papa Sergio III, a su vez, anuló en 904 ambos concilios, dando valor jurídico de nuevo al esperpento realizado sobre Formoso. Hasta hay quien dijo que entabló un segundo juicio —esta vez sin desenterrarlo— para declararle nuevamente culpable. El nombre de Formoso quedó proscrito para el resto de los tiempos. De hecho, cuando el cardenal Pietro Barbo, en 1664, quiso tomar su nombre al subir a la sede de Pedro, fue convencido para que cambiara de parecer y al final acabó llamándose Paulo II.