Azul machadiano - Alfa y Omega

Azul machadiano

Volver a los «días azules y este sol» etcétera tiene efecto secundario: se nos hacen las vacaciones más baratas y exóticas. Ya puede estar uno en el secarral más desangelado que, con un rinconcito a la sombra y Campos de Castilla, el tiempo y el espacio se le desdoblan. Leer es viajar de gorra

Teo Peñarroja
Antonio Machado en una foto de 1933
Madrid, 1933. Foto: Rafael Navarrete.

«Estos días azules y este sol de la infancia». Fueron los últimos versos de Antonio Machado. Estaban escritos en un pedacito de papel, en un bolsillo de su abrigo. Los encontró su hermano José. Al final de su vida, por lo visto, el tiempo se le desdobló para devolverle al azul y a la infancia. Lo encontraron «a bordo ligero de equipaje, / casi desnudo, como los hijos de la mar». Ahora que se cumple un siglo y medio de su nacimiento, desdoblemos el papel y el tiempo.

Pleno verano. El mismo azul y la misma infancia: remiten a un mismo infinito. Yves Klein, el pintor, pasó media vida buscando el infinito y al final lo patentó: era una cierta forma de azul. «El azul sugiere, a lo sumo, el mar y el cielo, que son, en definitiva, lo más abstracto».

Agosto es azul. Casi todos tendremos unos días de ir más despacio, de volver a un paisaje de la infancia —quizás recuerdos de un patio de Sevilla—, de atender y educar el alma para lo inútil. De descansar, que consiste en saberse querido. Se asemeja a la quietud furiosa del océano. Se descansa contemplando.

Una forma de cultivar la contemplación es la poesía, y un buen propósito para este agosto es volver al olmo viejo que don Antonio imprimió en nuestra educación sentimental. Intentar dejarse mecer por el verso, atender al detalle, asombrarse del ritmo.

Volver a los «días azules y este sol», etcétera, tiene efecto secundario: se nos hacen las vacaciones más baratas y exóticas. Ya puede estar uno en el secarral más desangelado que, con un rinconcito a la sombra y Campos de Castilla, el tiempo y el espacio se le desdoblan. Leer es viajar de gorra. Y, en el fondo, ¿a qué tanto viaje? Machado lo advirtió en su vida. Del Madrid de la Institución Libre de Enseñanza pasó al París de la bohème, para finalmente recalar en Soria, donde encontró su voz poética. Total: que París no es para tanto. Caminante, no hay camino y todo eso.

Y de camino «converso con el hombre que siempre va conmigo / —quien habla solo espera hablar a Dios un día—». En esa conversación, Machado se llevaba tanto la contraria que llegó a inventarse a otros dos sujetos con los que discrepaba o celebraba: don Juan de Mairena y su maestro, Abel Martín. Somos quienes somos, queda algo en nosotros de lo que podríamos haber sido y no sospechamos la importancia de lo que podemos llegar a ser.

Sobre ese abismo insalvable entre el ser y el deber ser, otro poeta, Enrique García-Máiquez, recordaba hace poco en El Debate un lúcido pensamiento de Machado: «Nunca os arrepintáis de los elogios que prodigáis […] siempre estaréis más cerca de la verdad crítica que si pretendéis definir una obra por sus defectos». Así nos ve también Dios, que conoce toda la verdad: más cerca de lo que debemos ser que de lo que, de hecho, somos. «Mi soliloquio es plática con este buen amigo / que me enseñó el secreto de la filantropía».

En este aniversario descubrimos que leer poesía es vivir al cubo: desdoblando el tiempo, el espacio y hasta a uno mismo. Ese triple desdoblarse anticipa el infinito al que navegamos y el azul machadiano, entonces, se vuelve carta de navegación.