¿Por qué permite Dios el sufrimiento? - Alfa y Omega

Esta pregunta nos enfrenta al siguiente contrasentido: siendo Dios omnipotente, tiene el poder de evitar al ser humano todo sufrimiento posible; y siendo Él la bondad y la misericordia infinitas, no puede querer para nosotros ese sufrimiento. Y sin embargo no nos lo evita y, más aún, lo quiere o permite en ciertas condiciones, harto frecuentes por lo demás. Si Dios quiere y puede, ¿cómo es posible que no suprima el sufrimiento? ¿Cómo es posible que lo tolere en el mundo que Él creó de la nada?

Epicuro dio una forma lapidaria a este dilema: «Si Dios quiere y no puede, es débil. Si Dios puede y no quiere, es malo. Si no puede ni quiere, no es Dios». Pero el amor creador, el amor infinito, el amor de terrible intensidad que Dios es no debe concebirse sin más a imagen y semejanza de nuestras reducidas bondades, de nuestras limitadas emociones, de nuestras compasivas benevolencias. Con esa clase de inducciones se hace incomprensible el amor de Dios. Más allá de esos límites, el amor divino es tan inmenso que no se detiene —como lo haría nuestra pobre compasión humana— cuando debe permitir el dolor de un hijo suyo amado que lo necesita por su propio bien.

Es el amor divino el que nos da el gozo y el dolor, el dolor y el gozo. Pensemos en la noble actitud humana de quienes por amor producen dolor. La vida diaria está llena de quienes, por el mayor provecho de sus seres amados, sí que permiten o aun causan su disgusto, cuando entienden que solo sufriéndolo alcanzarán ellos su propio bien, su fin, su bien mayor. Es lo que hacemos con nosotros mismos cuando nos imponemos cargas o renuncias difíciles, si vemos que son el camino para alcanzar la meta de un bien superior. Y sobre todo, es lo que hacen los buenos padres con sus hijos cuando los educan y los llevan a contrapelo de su propio gusto para formarlos bien. ¿Acaso Dios será menos bueno que esos padres de familia?

La Escritura abunda en máximas que equiparan la Providencia divina con la educación de los hijos: «El Señor reprende a quien ama, como un padre a su hijo amado» (Pr 3, 12). «Como el oro en el crisol, como la plata en el horno, así prueba el Señor los corazones» (Pr 17, 3). ¿Quién de nosotros no recuerda alguna reprensión paterna o materna, que nos dolió en su momento, y que más tarde hemos agradecido, por el bien que nos hizo? Si un buen padre y un buen maestro actúan así, ¿acaso Dios nos ahorrará una pena necesaria para nuestro mayor bien? Dios es un Padre infinitamente bueno, no un papá bonachón e irresponsable. Leemos en la Escritura: «Bienaventurado el hombre a quien Dios corrige» (Job 5, 17).

Podemos leer una metáfora de esta situación en lo que afirmaba Miguel Ángel frente al bloque de mármol bruto: decía que allí dentro, en la piedra, ya estaba la escultura, como si la viera; solo que —agregaba— había que quitarle los fragmentos sobrantes. Esos fragmentos son, para la mano de Dios, nuestras faltas y miserias, que a golpes de martillo y cincel deben desprenderse, para hacer brotar de nuestro material bruto la imagen bruñida del Cristo que estamos llamados a ser: otro Cristo, el mismo Cristo. Estos golpes no pueden sino dolernos, pero ¿de qué otro modo podríamos alcanzar esa meta, si conservamos en nosotros tanta miseria sobrante?

A los seres que más amamos —marido, mujer, hijos, hermanos, parientes, amigos—, nosotros preferiríamos verlos sufrir antes que verlos gozar malamente o de un modo despreciable. Tanto más debe hacer con nosotros el infinito amor de Dios. Él no puede decir: «¿Qué importa lo que hagan, con tal de que disfruten?». Esta metáfora pertenece a C. S. Lewis: Dios no es como un abuelito senil que pudiera decir de sus nietecitos al final del día: no importa lo que hayan hecho, si a fin de cuentas los chicos se han divertido.

No, esa no es la medida del amor divino, como tampoco es la nuestra si tenemos a la vez conciencia moral y verdadero amor por nuestros seres queridos. Ambos amores pueden obrar a veces como el cirujano que causa dolor al paciente, cuando ese dolor es la cirugía que le traerá el bien de la salud. Y si el paciente es uno mismo, tampoco pedirá al cirujano que deje a medias la operación porque nos está doliendo mucho.

El motivo por el que Dios permite nuestro sufrimiento, el motivo por el que no evita que suframos, es uno solo: es el infinito amor con que nos ama. El amor divino sobrepasa en forma inconmensurable todo cuanto los seres humanos llamamos amor en la tierra. Y es ese amor infinito el que está detrás de nuestros padecimientos, porque está detrás de nuestro bien supremo. Es el propio amor sin límite el que nos permite sufrir para poder gozar más y mejor.

Esa es la verdad que nos revela Jesucristo crucificado, con la inmensidad de su dolor y la sobreabundancia de nuestra salvación. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a Su Hijo unigénito para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). «Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros» (Ef 5, 2): se entregó a los tormentos de su Pasión por el mayor bien posible de nuestras almas, por nuestra felicidad eterna. El que no hace suya esta convicción sufrirá doblemente; el que la hace suya sufrirá sin sufrir, por decirlo así.