El camino que no lleva a Belén
Noche en Palestina. El cielo comienza a poblarse de estrellas y un murmullo estremece hasta las mismas colinas y montes: «Qué hermosos los pies del mensajero que proclama la paz»; saltad de alegría, colinas de Judá. Una soledad transida de silencio se hace presente entre las pocas luces que recuerdan una fiesta especial.
—¡Mamá, mamá! Ven, asómate, ya han encendido el árbol de la plaza. ¿Vendrá tía Wafaa esta noche?
Los ojos de Basma parpadean más rápido, como si no pudiesen contener la tensión acumulada.
—No, mi pequeño Samir. El muro está cerrado para los que vienen a Belén desde fuera. Tu tía no puede pasar, no tiene papeles. Nuestros hermanos de Jerusalén tienen vetado el paso esta noche. Te quedas sin el maamul de Wafaa y sus cantos.
La ciudad está más vacía: muchas tiendas han cerrado y los hoteles apenas se apuntalan con un árbol de Navidad o un Papá Noel. Muchos han querido irse, emigrar, huir de la miseria; pero los muros no dejan que el espacio de la tienda se ensanche. No hay trabajo, la gente malvive como puede y los cristianos mantienen una esperanza escondida que se acompasa al ritmo de la canción de Navidad: «Wulid al Masieh, alleluia!». «¡El Mesías ha nacido!».
—¿Entonces, mañana comeremos solos el mansaf?
***
Bishara, Dalal y Fadi salen a la calle en Gaza, donde está la parroquia de los pocos católicos que quedan. Un manto de escombros y casas derruidas siembra el escuálido paisaje. No persiste nada que pueda recordar lo que antes fue, ni el más mínimo atisbo de la noche de Belén; las huellas del conflicto han dejado su camino trazado. En sus rostros hay temor y la noche se agiganta en la desolación que, calladamente, ha cubierto la zona como el manto de estrellas del cielo de Beit Sahour. Sus vecinos musulmanes, testigos como ellos del caos y del odio, los saludan y siguen el eterno callejear, su fuente de consuelo. Las calles que transitan son un mosaico de rabia e impotencia. La guerra se encargó de desnivelar la ciudad con sus edificios inexistentes, desparramados como agua por tierra.
—Mis abuelos están con el Señor, murieron en ese edificio —señala Dalal—. ¿Os acordáis? Mi padre aún los llora.
—Me acuerdo de tu abuela llevando, orgullosa, a la parroquia su kenafe; era el mejor —susurra Fadi—.
—Y yo de tu abuelo cantando el salmo: nos hacía llorar de emoción —señala Bishara—.
Por las calles aún se ven, testigos mudos, restos de coches quemados y algún tanque que se apalancó y lo abandonaron. La parroquia es el único espacio con bandera blanca, el lugar de la paz. El grupito de cristianos ha montado un belén con luces de colores que lo rodean; todos saben que esa noche es especial: nace el Rey de la paz en medio de una maldita guerra que les ha arrebatado su futuro. Los niños que hacen de monaguillos corretean, el sacristán se apresura y los músicos ponen en orden sus papeles. No estamos muertos, somos los pastores que van a Belén a ver al Niño que ha nacido y está aquí, en medio de su pueblo.
—Volvamos a la parroquia —dice Bishara—. Mis padres ya habrán llegado y el coro nos espera. Este es nuestro camino que lleva a Belén: Wulid al Masieh, alleluia!
***
En el entorno de la basílica de la Natividad se percibe un movimiento especial de fieles. Es el momento de manifestar que la paz es posible y que el grupo de Jesús cree en ella. No hay peregrinos, ni turistas ni visitantes: nadie puede pasar el control; pero los cristianos de allí son los que escucharon la voz de los ángeles anunciando el nacimiento del Salvador, del Mesías, del Señor. Los musulmanes que pasean por la plaza del árbol encendido muestran su solidaridad y cercanía.
—La guerra no distingue entre unos y otros —grita Hussan delante de su puesto de café con cardamomo—.
Basma asevera:
—¡Este año tampoco iremos al Campo de los Pastores! ¿Por qué, Señor? ¡No hay camino que nos lleve! ¡La Policía ha cortado las calles! ¡Venga, vámonos a la basílica!
Las campanas anuncian el nacimiento del Señor. Wafaa y otros muchos se unirán en espíritu. Y mientras los cristianos se preparan para bajar a la santa gruta y besar la estrella, el cielo parece brillar más. Basma piensa para sí: «¿Quién podrá apartarnos de nuestro Señor? Somos nosotros los que hacemos el camino y esas escaleras de la gruta nos llevan al Príncipe de la paz. Tenemos esperanza, nos fortalecemos unos a otros; el checkpoint más duro es el del corazón. Seguro que esta noche, en Misa, el cardenal nos habla sobre esto».
Al fondo resuenan los cantos y la gente se agolpa en la iglesia para coger un buen sitio —«Samir, tú conmigo que los bancos de delante están reservados», señala Basma en voz baja—. «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande, porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado», lee Usama con solemnidad. A la par que sus palabras, nuestras vidas se iluminan ante las tinieblas del desastre que seguimos viviendo y parece que todo tiene sentido. Los caminos del corazón nos hacen pastores que van a Belén para ver lo que han oído, un camino que solo puede realizarse desde la fe que nos une en situaciones como la que vivimos. Estamos aquí y somos más fuertes que los que matan o imponen su autoridad. La debilidad es nuestra fortaleza y este secreto lo hemos aprendido a lo largo de los siglos.
—Subamos a Dios, que hay luz en las sendas, que cantan un canto el hombre y la estrella. Wulid al Masieh, alleluia!