El origen último de la crisis demográfica es que el hombre es hombre y no animal. Somos la única especie que puede determinar su propia extinción. La fiera se reproducirá necesariamente, por condena; está, de algún modo, abocada a prolongar la andadura de su raza. Por el contrario, en el seno de cada generación de hombres el ser y no ser, la existencia y la inexistencia, libran un duelo agónico. Todas pueden clausurar la historia en nombre del pesimismo, concluir la genealogía global en nombre del planeta. En el corazón mismo de nuestro privilegio reside también nuestra amenaza: la libertad de tener hijos implica también la libertad real de no tenerlos. La procreación —la transmisión voluntaria de la vida— exige la posibilidad, siquiera hipotética, de la castración. Las mismas razones que conminan a un hombre a ser fecundo pueden impeler a otro a ser estéril.
Quizá hace un tiempo todo fuese más sencillo, seguro que más espontáneo. La paternidad no resultaba de cálculos minucioso; la maternidad seguía al amor como el estruendo a la caída: uno —en palabras del gran Contreras Espuny— deseaba la causa y le cambiaba después pañales a la consecuencia. Por su parte, la esterilidad requería sacrificios inequívocamente ásperos. Los pesimistas que fantasearan con la extinción de la especie humana debían empezar por la extinción de su propio deseo. El único camino a la infecundidad era la abstinencia; el maltusianismo exigía al menos una disciplina ascética. Pero ese tiempo expiró, por desgracia. En la época de los anticonceptivos y del aborto, de la planificación familiar y de la soledad pornográfica, la transmisión de la vida depende más abiertamente de nuestra voluntad. Puede haber consumación sin riesgo, amor sin aventura. Ha advenido —se cumple la profecía chestertoniana— un mundo que, al tiempo que exalta la lujuria, censura la fecundidad.
Sin embargo, pecaríamos de desidia si nos limitásemos a cultivar una vaga nostalgia del mundo de ayer. El compromiso que nuestra época nos reclama es en verdad un compromiso con la humanidad futura. La posibilidad de una extinción voluntaria, planificada, nunca había adquirido unos contornos tan precisos. Como dice Rémi Brague en Las anclas en el cielo, «apenas se ha reflexionado sobre el sencillísimo hecho de que la existencia de las generaciones futuras depende cada vez más de la voluntad de la generación actual». Si los hombres del pasado tenían hijos casi por castigo, nosotros habremos de tenerlos por elección. Habremos de albergar la voluntad firme, pétrea, de dar la vida a un semejante.
Al hombre de hoy le desgarra, por tanto, un interrogante que apenas interpeló a sus ancestros: ¿Merece la pena tener hijos? ¿Debemos continuar la aventura? Muchos han respondido negativamente. Para Alexander von Humboldt la paternidad era un crimen y Emil Cioran, por su parte, aseguraba no haber oído jamás una palabra más atroz que «progenitor». No son meras hipérboles, recursos retóricos encaminados al escándalo. Expresan, al contrario, una opinión razonable en su tiempo y extendida en el nuestro. Consideradas las inclemencias del mundo, considerados el sufrimiento y el dolor, ¿no es la procreación un ensañamiento macabro? Tener hijos sería arrojarlos a un vacío; el nacimiento constituiría también, fundamentalmente, una sentencia de muerte.
A los católicos se nos revela, así, el contenido de nuestra misión en el mundo contemporáneo. Ya no se trata de que la humanidad crea; se trata apenas de que la humanidad perviva. El hombre de hoy pide a gritos razones para legar una descendencia y nosotros, más con obras que con palabras, más con nuestra pobre vida que con sermones elevados, intentaremos mostrárselas. Además de cantar el amor del Creador, debemos exaltar vitalmente la belleza de su creación. Habremos de desempolvar aquella vieja idea, extraviada en algún recóndito desván, según la cual el ser supera siempre, indiscutiblemente, al no ser. Cualquier dolor —incluso el de un paralítico, incluso el de un anciano abandonado— palidece ante el milagro de la existencia. La vida merece la pena en el sentido literal de la expresión: la maravilla justifica con creces el riesgo.
Descubrimos que la razón de la crisis demográfica radica menos en la inmoralidad que en el pesimismo, menos en la molicie que en la desolación. El hombre contemporáneo es muy sensible a la herida del mundo y dramáticamente insensible a su brillo. Busca razones para tener hijos y apenas encuentra motivos para no tenerlos: la devastación ecológica, la inminente tercera guerra mundial, un futuro poshumano… No le asalta ya la natural incertidumbre que han sentido todas las generaciones, sino la certeza de una disolución. ¿Cómo transmitir lo que no es valioso? Para que la aventura humana continúe, habremos de recobrar la convicción de su paradójica bondad. Habremos de replicar al nihilismo con nuestra alegría, a la tribulación con nuestra esperanza. El dolor será entonces una oportunidad para la redención y la muerte, como diría José Jiménez Lozano, apenas el dulce precio a pagar por el gozo de ser hombres.