Un nuevo Afganistán o algo peor
El currículo de los guerrilleros sirios y de su líder no permite ser demasiado optimistas. Más bien parece que la suerte del país volverá a quedar en manos ajenas, concretamente en la de tres personas: Erdogan, Putin y Trump
La rápida operación militar que ha acabado con el régimen de Bashar al Asad en Siria guarda numerosos paralelismos con la súbita toma del poder de los talibanes en Afganistán en el verano de 2021. Ambos países subsistían por el apoyo de potencias externas que jugaban en su suelo parte de la gran guerra de la diplomacia internacional. Si en el caso de Afganistán era Estados Unidos quien lideraba una campaña en nombre de Occidente para tratar de establecer allí algo parecido a una democracia liberal, en Siria eran Rusia e Irán quienes sostenían una dictadura iliberal para imponer sus estrategias económicas y militares en la zona. En ambos casos, los ejércitos locales se demostraron ineficaces, insuficientes y débiles. Estados Unidos dejó caer Afganistán porque ya no le merecía la pena el esfuerzo de mantener allí una posición que, 20 años después, se había demostrado inútil: no se puede imponer una democracia a quienes, por circunstancias históricas muy profundas, desconocen su significado y no están dispuestos a asumir los costes de su implementación real.
En el caso de Siria, la pregunta de por qué Moscú ha decidido dejar caer a su peón se presenta como la cuestión más importante de todas, a la que solo se puede responder con una peligrosa incertidumbre. Los talibanes se presentaron al mundo como jóvenes revolucionarios adaptados a los nuevos tiempos. Los vimos con las barbas más recortadas, sonriendo a las cámaras y jugando con las destartaladas atracciones de los parques de Kabul. También ahora vemos a los luchadores revolucionarios sonreír por las calles de todo el país. En la imagen, un combatiente de la facción kurda celebra la toma de Al Hasakah, en el noreste del país, junto a unos niños. Y lo hace con su fusil, sonriendo como si fuera lo más normal del mundo que, en vez de piñatas, esos críos crecieran rodeados de armas. Al igual que en Kabul, son plenamente conscientes de que las guerras se ganan con fusiles y con medios de comunicación. Por eso, se plantaron en la principal cadena del país para proclamar que ellos son el pueblo y que todos los huidos pueden volver a casa. Es verdad que el legado de Bashar al Asad es terrible: el país está en ruinas, hay seis millones de exiliados, decenas de miles de presos políticos y más de medio millón de muertos en los últimos 13 años de guerra civil. Pero sería absurdo pensar que cualquier cosa será mejor que eso. La historia nos demuestra que ese axioma es falso. Buena muestra es, de nuevo, Afganistán. Tres años después del regreso de la versión renovada de los talibanes, las mujeres han vuelto a ser reprimidas como nunca y su fanatismo ha colonizado todas las instituciones, volviendo a sumir al país en el aislamiento y la oscuridad. El currículo de los guerrilleros sirios y de su líder, repleto de actos terroristas, tampoco permite ser demasiado optimistas. Más bien parece que la suerte del país volverá a quedar en manos ajenas, concretamente en la de tres personas: Erdogan, Putin y Trump. Desgraciadamente, las necesidades de los sirios, su hambre y su dolor, no parecen estar en el centro de un tablero que se mueve muy lejos de Damasco.