Sabemos detectar los embustes de todos, a derecha y a izquierda. La información ha pasado a ser el adorno de la falacia. Todos nos parecen unos absolutos farsantes, que cuentan la parte que les interesa para esconder sus vergüenzas. Ya no podemos creer a nadie porque conocemos bien las mentiras de todos. Nos creemos investigadores expertos en la trampa y el engaño. Pero no tenemos ni la menor idea de cuál es la verdad.
En Valencia el bombardeo ideológico ha sustituido a la riada. Hemos lanzado los muertos sobre el contrincante político incluso antes de encontrarlos, llorarlos y enterrarlos. Los cadáveres no eran muertos, eran piedras que lanzar a Mazón y a Sánchez. Hemos politizado la muerte, que es lo único que parecía poder resistir. Porque la muerte es separación y aislamiento total, salida de la sociedad. Se ha borrado el único límite moral y físico que teníamos todos claro desde que Antígona fue enterrada viva. En la pandemia las tumbas fueron saqueadas, pero todavía los cuerpos eran incinerados numéricamente solo una vez localizados. Claro que de aquello nuestros políticos aprendieron de los buitres que debían buscar carroña para alimentar el maldito relato mucho antes de la sepultura.
Porque de la política nos queda solo el mantenimiento del poder. No cabe duda de que el sistema no se depura solo y de que la tendencia general de la democracia no es llevar a los mejores al poder. Es más, comienza a hacerse evidente que solo llegan los más miserables, como decía el otro día Posteguillo. El sistema vivía de unas virtudes que es incapaz de reproducir e, incluso, que tiende a entorpecer. Vista la práctica, no está claro que la verdad juegue algún papel en democracia, como ha dicho Arias Maldonado.
Pero sería injusto culpar tan solo a los políticos. Hay algo que ha ampliado y acelerado la inmoralidad. Es la crisis de periodismo, que ya no asusta a la mediocridad de los gobernantes, sino que la aviva. Porque nada de esto habría pasado sin el altavoz de la prensa. Los periódicos fueron los primeros en lanzarse a poner letra a la cantinela que debíamos escuchar. Cuando en Onda Cero Javier Caraballo pidió paciencia al resto de periodistas para ocuparse primero de informar con precisión, cuidado y mesura sobre la situación, todos se le echaron encima. «Es verdad que están todavía buscando muertos, pero si no luchamos por el relato los otros lo ganarán», se dijo también en COPE. Víctimas de la sucia cuita de partidos, se arrastran siguiendo sus ritmos infernales.
Por ello, olvidarán a los que pasarán en Valencia las peores Navidades de su historia, porque esto solo va de echar o mantener a Sánchez. Y porque se le echa o se le mantiene adocenando a la sociedad. Porque la verdad se ha reducido a poder, a aquello que sostiene a los nuestros. La verdad se ha vuelto irrelevante en democracia y debe ser sustituida por la idea.
Como si para elegir o destituir a un político en condiciones no fuera necesario pensar a fondo en la propia vida, en la familia o en el trabajo, en la razón por la que hay desastres naturales, en la muerte o en la existencia de Dios. Todo eso que no cabe en un noticiario es la verdad, y sin verdad no hay discusión política real sino lucha de poder. Pensar todo eso es necesario para la política, más allá de todo partidismo. Porque es imposible generar una ciudadanía exigente con sus gobernantes si no es una ciudadanía que piensa.
La prensa era la encargada de hacernos pensar la actualidad, no de darnos el pensamiento hecho como propaganda. El periodismo honesto sabe que no contiene la verdad, sino que a lo sumo puede ofrecer algunos elementos de verdad para que cada ciudadano pueda formarse un juicio personal.
Pero la prensa ha perdido su poder porque ha olvidado esa finalidad. En parte, su poder se lo han arrebatado las redes, que encuentran informadores gratis en cualquier ciudadano con un teléfono móvil. Nadie puede competir con esa velocidad y el periodismo haría bien en asumir esa derrota. De nada le servirá pedir al Estado que persiga los bulos, porque los partidos son los primeros que se sirven de las redes para condicionar el voto. Las redes no son la voz del pueblo, como dicen ahora algunos.
Digámoslo de forma clara: el sistema económico de los periódicos ha sido devorado por la red; los editores no han sabido adaptarse. No han funcionado los sistemas de suscripción ni el periodismo online. Con todo, asumir esa derrota puede ser una oportunidad. Quizá la única manera de buscar una solución actual, capaz de integrarse realmente, exija reencontrar el alma del periodismo. Quizá haría bien el gremio de periodistas en desembarazarse del negocio de la primerísima primicia que tanta rentabilidad económica les daba. Solo entonces dejarán de intentar sostener un edificio empresarial y, liberados, quizá sepan encontrar su medio de comunicación, que también será rentable si es bueno.