En el campo de refugiados Cox's Bazar, Ro sueña con ser piloto
Casi un millón de refugiados rohinyás llevan más de siete años encerrados en el bangladesí Cox’s Bazar, donde está el mayor campo de refugiados del mundo. A pesar de los esfuerzos de la ONU, aumenta el número de niños desnutridos
Cuando entras en el mayor campo de refugiados del mundo, tienes la sensación de que todos los niños que viven allí saltan encima de ti. «Thank you» (gracias), le digo a uno de ellos mientras me guía por las callejuelas abarrotadas de Cox’s Bazar, en Bangladés. «Gracias, gracias», responden a coro otros 50 niños, quizá para burlarse un poco de nosotros.
Esta zona se ha hecho tristemente célebre porque alberga a todo un pueblo, los rohinyás. Más de 920.000 personas malviven encerradas desde hace siete años y medio en este asentamiento de unos pocos kilómetros cuadrados formado en realidad por una veintena de campamentos, esperando el regreso a su tierra natal, en la vecina Myanmar. Un retorno que, por el momento, no está previsto ni es posible.
«¿Qué te gustaría ser de mayor?», le pregunto a uno de los niños, llamado Ro. «Piloto. Y vivir en Londres», responde. Ro nació en este campamento instalado en suelo bangladesí pero su patria está a solo unos cientos de metros, al otro lado de la frontera. Él, sin embargo, nunca ha estado allí. Esto se debe a que desde 2017 los rohinyás —el grupo étnico minoritario musulmán más grande del país y también el más perseguido— se han visto abocados a un éxodo forzoso que comenzó con el Gobierno anterior al golpe de Estado de 2021 y se ha perpetuado tras la reinstauración del régimen militar. Han sufrido violaciones masivas y masacres, hasta el punto de que la Corte Penal Internacional lleva años investigando los hechos por genocidio. Una tragedia de la que el Papa también ha hablado en varias ocasiones, pidiendo el fin de la persecución de este pueblo.
«Los birmanos que están en el poder en Myanmar nos matan por motivos religiosos», dice un joven que nos saluda en la puerta de una de las muchas cabañas improvisadas en este campo de refugiados. Ellos son musulmanes, mientras que los birmanos son budistas. Y esta es quizá la principal razón por la que están siendo exterminados. «Por favor, pasen», añade. Es maestro de primaria de profesión.
En esta cobertura nos acompaña personal del Programa Mundial de Alimentos (PMA) y la pequeña escuela que visitamos está gestionada por ellos junto con Unicef, dos agencias de la ONU que garantizan el funcionamiento de las 33 instituciones educativas del campamento. «Sin ellos, los jóvenes rohinyás no recibirían educación», añade el docente, que da clase a unos 50 alumnos de ambos sexos. Desgraciadamente, «la tasa de abandono escolar entre las niñas es del 75 %», afirma con pesar. Una renuncia que ocurre por dos razones, «una religiosa, porque a los 14 años las niñas empiezan a casarse, y otra relacionada con la seguridad». En los últimos años, este campo se ha convertido en un caldo de cultivo para bandas armadas que aterrorizan a la población con robos, asesinatos y secuestros. Todo ello a pesar del despliegue masivo de la Policía bangladesí, presente incluso ahora con cinco agentes armados, que han venido hasta aquí para protegernos de cualquier amenaza. «Los padres prefieren no poner en peligro a sus hijos y si lo hacen es sobre todo por la comida garantizada que reciben aquí», añade el maestro.
La comida la distribuye el Programa Mundial de Alimentos, cuyo personal reparte deliciosas galletas, que siempre son muy agradecidas entre los niños. No es algo banal si se tiene en cuenta que al menos el 15 % de los menores del campo sufre desnutrición. Una cifra, además, que está aumentando considerablemente.
50 ºC sin ventiladores
Seguimos nuestro camino, avanzando por un estrecho vericueto dominado por cientos de chozas. La densidad de la población es otra de las características de este campo. Habitáculos muy reducidos para familias numerosas que luchan por sobrevivir con picos de calor de casi 50 ºC y sin el alivio del aire acondicionado o los ventiladores, ya que no hay electricidad en estas humildes viviendas.
«A menudo están cerradas porque hace demasiado calor», dice Romina, una voluntaria bangladesí que nos acompaña junto con el personal de la ONU. Y cuando termina la estación seca, llegan los monzones con inundaciones y caminos que se convierten en barro. «Entren en la cabaña, la madre los está esperando», añade. Al entrar, una mujer masajea con crema la planta del pie de su recién nacido. «Tiene sarna», explica. El bebé está desnutrido y esto se ve claramente por su cara ahuecada y los huesos de las costillas marcados. La madre le ha preparado una mezcla muy sencilla: harina, arroz y azúcar. Tres ingredientes que mezcla con un cucharón de madera en un cazo que hierve sobre el fuego.
El Gobierno bangladesí impide a los rohinyás salir del campo. Eso los hace depender por completo de la ayuda de organizaciones internacionales como el PMA. «La agencia de la ONU ayuda a cada refugiado con un vale mensual. Vengan, les enseñaré cómo funciona», dice Romina guiándonos.
Entramos en un moderno y gran almacén abarrotado de gente y alimentos de todo tipo. «Las personas del campo pueden elegir lo que quieran, hasta un máximo de diez dólares al mes», explica Romina. Es un mercado enorme al que los habitantes del campo acuden para comprar pescado, carne, verduras, huevos, arroz. Cada productor tiene un precio y han de sopesar qué pueden comprar. «Para las familias vulnerables los vales se duplican», añade la voluntaria mientras ayuda a una mujer a cargar un saco de harina. «¿Es suficiente este dinero para alimentar a su familia?», le preguntamos. Nos enseña una foto de sus nietos. Uno de ellos está desnutrido. «Nos quedamos sin existencias cada día 22 del mes», responde. Sin embargo, «sin este vale ya estaríamos todos muertos».