Como soy del Madrid en cuestión de fútbol estoy poco hecho a la derrota. Pero ese es un ámbito aislado en mi vida. Una especie de oasis que me permite creer en el cielo, porque lo que me define no son mis fracasos sino el equipo ganador del que formo parte. Y cuando digo esto no pienso en un paraíso gratuito después de la vida; no, creo en el cielo de ahora, por el que merece la pena seguir la lucha aún después de cada fracaso. Se trata de luchar con tal ahínco que se vuelva hermosa la derrota, merecedora del premio eterno.
Los griegos de la antigüedad no pensaban así. Por eso no todos podían ser libres. Algunos nacen esclavos, dice Aristóteles. Bárbaros, mujeres, tullidos, pobres… Los hombres libres eran solo unos pocos capaces de virtud. De hecho, Aristóteles llegó a decir que la verdadera amistad era solo posible entre los hombres impecables. La fragilidad impedía la verdadera libertad. Tanto es así que W. Jaeger, el mayor historiador de la cultura helena, llegó a decir que si los griegos hubieran tenido conciencia de pecado jamás se les habría pasado por la cabeza educar en la virtud. Eran optimistas solo porque pensaban que había algunos seres imbatibles, puros y perfectos. Y cuando la miseria encubierta salía a flote la civilización caía sin remedio: ¿para qué luchar por una perfección imposible?
Pero no es ese el ideal de virtud que propone el cristianismo. San Agustín decía que en la ciudad de Dios se pelea, no por conseguir una perfección propia de la divinidad, sino para ganarse el perdón. Esa es la brisa que llega de las páginas de Ejecutoria. Una hidalguía de espíritu, escrito por Enrique García-Máiquez y publicado por CEU Ediciones. Sin lucha por el bien, las sociedades se conforman de la peor versión de nosotros. De ahí su empeño por rodearnos de personajes literarios llenos de tensiones y derrotas, pero heroicos en sus luchas. A ellos nos hermana para que, como nuestros mejores amigos, nos lleven a buscar mejores e insospechadas versiones de nosotros. Si se saborea la sabiduría de cada una de sus citas es imposible no llenarse el corazón de su espíritu quijotesco. Por eso, el autor termina su libro con un elogio del fracaso: «La gente es más de gritar “¡viva quien vence!” y de encubrir vergonzosamente sus derrotas; por eso el fracaso a pecho descubierto deviene, de golpe, una condecoración». De hecho, me parece que los agradecimientos finales forman parte de esa victoriosa derrota: el agradecimiento no consiste en otra cosa que estar vencido por la gracia. Somos «hijos de Alguien», hidalgos de Espíritu, «hemos heredado todas las bellezas naturales y humanas del mundo». ¡Hagamos hermosas nuestras derrotas!