A medida que vamos avanzando en el proceso sinodal, nos damos cuenta de que el mismo se sustenta en una espiritualidad muy concreta. Según van apareciendo los distintos aspectos y dimensiones de este camino, podemos llegar a descubrir en él los modos en los que el Espíritu Santo ilumina la vida de la Iglesia, atrayendo a cada uno a un amor más profundo por Cristo y moviéndonos a desear una comunión, una participación y una misión cada vez mayor. Los fundamentos, la naturaleza y el significado de una espiritualidad para la sinodalidad pueden desarrollarse a la luz del propio proceso sinodal, aprovechando la experiencia de toda la Iglesia.
En cada comunidad, grupo, diócesis, arciprestazgo, en cualquier instancia que se reúna a orar y reflexionar para aportar su palabra al Sínodo, han de estar presentes los elementos de la espiritualidad que configura este itinerario. Muchos pueden preguntarse por qué motivo es importante exponer una espiritualidad para la sinodalidad. La sinodalidad no es un elemento nuevo de la vida y la autocomprensión de la Iglesia. Es un elemento fundamental de la misma y ha estado presente en muchas formas desde sus orígenes.
La sinodalidad es una forma de expresar quiénes somos como cristianos y en qué nos estamos convirtiendo como Iglesia por obra del Espíritu Santo. En cada etapa, es el Espíritu Santo quien renueva constantemente la Iglesia en comunión y la atrae cada vez más profundamente a una vida sinodal.
Sabemos que la espiritualidad, con cualquier adjetivo que sea acompañada, no puede prescindir de su proyección social. Es una modo de vivir en salida, podríamos decir, hacia la entrega. No es algo que se guarda, sino que se da y se multiplica.
Y para esto se hace necesaria la escucha en varias direcciones: al propio corazón, a los demás, a la creación, a los signos de los tiempos presentes en nuestro momento histórico, para dar la respuesta más coherente.