Tiene sentido preguntarse si compensa leer a un autor de principios del siglo XX en los albores del siglo XXI, 150 años después de que él naciese. Algunos dirán que a Chesterton, en concreto, conviene acercarse por sus dotes proféticas. Adivinó, por ejemplo, el advenimiento de una religión que repudiaría la fecundidad al tiempo que exaltara la lujuria. Y también, ¡qué atinado!, la proximidad de una era en la que habría que «desenvainar la espada para defender que el pasto es verde». Chesterton entrevió en su tiempo la simiente de los males que padecemos en el nuestro. Juzgando el escepticismo de sus coetáneos, predijo el nihilismo de los nuestros. Su obra, como la de los grandes autores, está llamada a interpelar al «hombre eterno».
Con todo, ese don profético no es para mí lo más relevante. A Chesterton conviene leerle atentamente porque nos puede ayudar a sortear una tentación cada vez más seductora: la de entregarnos, abrumados por la decrepitud de un mundo en ruinas, a la pesadumbre y al desánimo. Aunque denunció implacablemente las inhumanidades de su tiempo, él nunca dejó de celebrar la existencia. En un poema de juventud, se preguntaba «qué encarnaciones o purgatorio prenatal debía de haber vivido para ganar la recompensa de contemplar un diente de león». Mucho más adelante, ya al final de su vida, decía que «lo más maravilloso de la niñez es que todo en ella resulta una maravilla». La alegría chestertoniana nos enseña que la vida merece la pena en el sentido estricto de la expresión: que la sombra, por muy densa que ella sea, no eclipsa la luz primera de la existencia; que ser, aunque sea ser en una época dramática, amerita risas, brindis y cánticos.
Puede que allí afuera —lo repiten machaconamente las televisiones— se perpetren atrocidades. Puede que los países declaren guerras injustas y amenacen con escaladas nucleares, que los hospitales hayan degenerado en morideros y los vientres de las mujeres en patíbulos. Puede que haya ocurrido todo esto y que nosotros hayamos de elevar la voz para denunciarlo. Pero también es nuestro cometido recordar, con el maestro, que incluso en las faldas de un volcán en erupción quedan motivos para celebrar la vida; que, incluso en el trágico instante en que la lava empieza a devorarnos, hay incontables razones, tantas como pelos en nuestra cabeza, para dar las gracias al cielo.