Se cuenta que, en una de sus diarias conversaciones con sus conciudadanos a la hora del almuerzo, Immanuel Kant, de cuyo nacimiento celebramos 300 años, fue preguntado por la felicidad. Pensativo, entre bocado y bocado, el célebre y respetado filósofo de Königsberg contestó que «el ser humano nunca es feliz, sino que siempre está por serlo». Nos encontramos a cada momento en la senda. En la vereda. Somos —porque hacemos— camino, al decir de Antonio Machado.
Nuestra condición es la del viator: un ente trashumante con conciencia de sí que intenta darse a cada instante su propio ser. O mejor: que a cada paso desea estar a la altura de su racionalidad. También en asuntos de felicidad. Pues «la mayor dicha del ser humano —escribió Kant en sus Lecciones de ética— estriba en ser él mismo autor de su felicidad, experimentando el disfrute de aquello que se ha ganado él mismo».
En un escenario como el nuestro, exhausto de escuchar melifluas promesas de felicidad, siempre incumplidas, que se nos venden desde la más vacua y peligrosa literatura de autoayuda para que podamos habitar lo inhabitable, resulta conveniente recordar una de las máximas del pensador regiomontano: «No cabe decir: “Debes ser feliz”». La felicidad, al igual que el respeto, es una conquista. Incluso puede que nunca llegue: ni siquiera el hecho de ser buenos nos garantiza llegar a ser felices, si bien el summum bonum consiste, para él, en la confluencia entre moralidad y felicidad. ¿Quién no ha fantaseado con ser enteramente virtuoso y, al mismo tiempo, ser feliz? Que la bondad coincida con la felicidad. En este intento, acaso imposible de llevar a cabo y que solo hemos palpado en los cuentos de nuestra infancia, nos jugamos todo. A juicio de Kant, si el mundo «tiene un último fin, no podemos concebirlo de otra manera que en armonía con el fin moral». La postulación de un mundo trascendente que sostenga la fuerza y vigencia de valores inmortales está sujeta, en nuestro filósofo, a los intereses prácticos de la razón. En una de sus Reflexiones sobre filosofía moral (6.615) sostiene que únicamente los motivos morales, en tanto que son «celestiales» (es decir, no patológicos, no provenientes de nuestras tendencias naturales), pueden conducirnos a la moralidad. Ahora bien, el cumplimiento del deber moral nos hace dignos de ser felices, pero no nos conduce indefectiblemente a la felicidad.
Nos vemos obligados a actuar porque es en la acción donde ponemos de relieve lo que somos y, sobre todo, lo que queremos ser. Es en la acción donde acontece la libertad y se manifiesta nuestra voluntad. Es mediante la acción como forjamos el mundo que deseamos y que compartimos. Un principio que Hannah Arendt haría suyo dos siglos después en La condición humana (acción y palabra públicas como lo distintivo del ser humano) y que parte de Aristóteles: «En nuestro poder está la virtud, como también el vicio. Porque donde está en nuestra mano el obrar, también está el no obrar» (Ética a Nicómaco, libro III, capítulo V).
En sus apasionantes Lecciones de antropología, Kant asume que, en efecto, es nuestra capacidad de hacer, y por tanto de actuar, lo que a fin de cuentas perfila lo que somos. Además, cuanto más se hace, aseguraba en tales lecciones, «tanto más se ama la vida», pues «al ser humano le gusta hacer todo aquello que le permita sentir su existencia». Incluso nuestros juegos imaginativos, en horas de aburrimiento, «radican quizá en que ponen en juego nuestras fuerzas y favorecen nuestra actividad». Preferimos «tratar de atrapar quimeras» antes que quedarnos «sin pensar nada en absoluto», escribía. Somos acción. Arriesgamos todo en la acción.
Se ha hablado de Nietzsche, hasta la saciedad, como el artífice de la más profunda crítica a la filosofía occidental. Pero en verdad fue Kant quien, con la intención de acabar con las ilusiones de nuestro intelecto —en sus ansias de conocer aquello que está fuera de sus posibilidades cognoscitivas—, puso coto a la metafísica como presunto conocimiento de bicocas trascendentes cuyo uso había sido moneda corriente en los siglos anteriores. Fue realmente con Kant con quien se reinauguró la filosofía en la época moderna.
Kant inicia los Sueños de un visionario explicados mediante los ensueños de la metafísica con esta contundente y sugerente afirmación: «El reino de las sombras es el paraíso de los ilusos». Un lugar que, explica el filósofo, carece de fronteras y en el que pueden instalarse a gusto aquellos ilusos. Al contrario, la filosofía es el territorio del rigor y la crítica, del pensamiento comprometido. Quizá sea por eso por lo que tantas veces se la intenta acallar: porque es ella quien ilumina las sombras y desarticula la necedad y la desidia.