La pregunta que da título al libro ¿Ha fracasado la nueva evangelización?, recientemente publicado por San Pablo, no es retórica. Pero su respuesta no es fácil, por lo que habría que dividirla en dos. ¿En qué está llamado a fracasar cualquier intento de poner en práctica la nueva evangelización, más allá de sus posibles conquistas inmediatas, y en qué no estaría llamado al fracaso si el intento no pretende un triunfo presuroso?
Simplificando las respuestas, y tras profusos análisis sobre el contexto actual de la sociedad postsecular y su particular realización en España, el contexto de diálogo entre fe y cultura de esta propuesta de los Papas contemporáneos, la novedad en la continuidad en las casi seis décadas de su desarrollo magisterial y la suerte de desafíos actuales de la nueva evangelización, no deberíamos obviar, al menos, tanto tres elementos fraudulentos como tres elementos orientadores para testar la adulteración o la autenticidad de la nueva evangelización.
Entre los elementos fraudulentos conviene advertir el advenimiento del neointegrismo ideológico, del sentimentalismo impactante y del elitismo religioso. Entre los elementos orientadores, parecen insoslayables el fomento de las comunidades creativas, los procesos iniciáticos y de acompañamiento y la descentralización de la vida y la misión de la Iglesia hacia las periferias geográficas y existenciales.
Con la evangelización no se juega. Tampoco con la nueva evangelización, prefigurada por san Juan XXIII, san Pablo VI y el Concilio Vaticano II; propuesta por san Juan Pablo II y secundada tanto por Benedicto XVI como por el Papa Francisco, con sus propias aportaciones. Tanto su «nuevo ardor», como sus «nuevos métodos y expresiones» no se improvisan poniendo en juego solamente la imaginación y un aggiornamento a la cultura mediática. Exigen procesos de conversión y de creatividad. Conversión bajo el signo de la cruz, a la escucha de lo que el Espíritu nos dice en el momento en el que nuestras sociedades líquidas tocan fondo en la parábola de la posmodernidad y se debaten entre la prescindencia religiosa y la búsqueda de espiritualidades difusas. Y creatividad bajo el signo de la caridad, que se traduce en diálogo sin afanes proselitistas y sin pretensiones triunfalistas y en el testimonio de la Iglesia como hospital de campaña, sobre todo hoy, más madre que maestra. El mismo san Juan Pablo II, que vio de un modo verdaderamente revolucionario la necesidad de una nueva evangelización distinta a las reiteradas propuestas de mera reevangelización, decía que «una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos».
¿Elementos fraudulentos y elementos orientadores de la nueva evangelización? En primer lugar, no habría que dejarse engañar por el aparente éxito de iniciativas vinculadas al auge de los movimientos neoconservadores, que, contradictoriamente, mientras proponen un beligerante combate cultural de la fe en algunas causas, asumen acríticamente los imperativos del neoliberalismo, descafeinando la doctrina social de la Iglesia. Falsificando la memoria de Juan Pablo II, manipulada políticamente, confunden la nueva evangelización con algo tan antinovedoso como la nostalgia de idealizadas cristiandades. Colindantes al catolicismo cultural de ateos y agnósticos extremistas, reabren la polarización social de hace dos siglos, especialmente beligerante en España. Aunque este nacionalcatolicismo de nuevo cuño arrastre a muchos jóvenes, aleccionados por sacerdotes rebeldes al borde o fuera de la comunión eclesial, no hay evangelización que valga, sino ideologización política identitaria, estéticamente disfrazada de ritualidad religiosa. Globos que se inflan y desinflan con la misma facilidad, y vocaciones tanto laicales como clericales de exigua duración, la que aguanta un estandarte desempolvado o una sotana contestataria.
Otra cosa bien distinta es la generación de comunidades creativas y significativas, acogedoras y atractivas, donde se comparte la vida y se promueven procesos de iniciación cristiana. Comunidades, como dice el cardenal José Cobo, «abiertas, familiares y, sobre todo, que remitan a Dios, que proclamen con obras, palabras y celebraciones la fuerza seductora del Evangelio». A ellas parecen dirigirse hoy los movimientos eclesiales otrora multitudinarios, ahora purificados en la humildad, en proceso de revalorización de sus carismas a la luz de su mayor inserción diocesana. También las parroquias que no caen en la tentación de autoproclamarse «de nueva evangelización» por acoger inventos importados de origen extraeclesial. Parroquias que, en lugar de pretender ser «comunidad de comunidades», atravesadas por una espiritualidad de comunión, se configuran al modo de los centros comerciales, espacios de reparto de franquicias que ofrecen experiencias fuertemente impresionables. Su éxito inmediato las confunde con iniciativas de primer anuncio, cuando en realidad lo son más bien de primer impacto, y triplemente reduccionistas: reduccionismo selectivo (élites sociales), reduccionismo perceptivo (hiperemocionales), y reduccionismo propositivo (hiperespiritualistas).
Una Iglesia elitista e intransigente que perdiese su condición de pueblo (en el que todos tienen cabida), orientada a ocupar los espacios de poder e influencia escudándose en una supuesta coincidencia de estos con los nuevos areópagos de la nueva evangelización (la cultura, los medios, la ciencia y la política), se olvidaría de su misión más genuina: la de evangelizar a los pobres. Una nueva evangelización que no se promueva desde las periferias no miraría a la humanidad con los ojos de Dios, sino que se dejaría seducir por los focos del mundo. Transmitiría firmes creencias, sería baluarte de seguridades en medio de tanta confusión, pero no generaría esperanza.