La redención del perdón
La hija de Aldo Moro y una de las terroristas responsables del asesinato del político italiano se sientan cara a cara en Roma
El 16 de marzo de 1978, cuatro miembros de las Brigadas Rojas, un grupo terrorista que sembró el terror en Italia hasta finales de los años 80, tendieron una emboscada a la comitiva del presidente de la Democracia Cristiana (DC), Aldo Moro. Durante el tiroteo, los terroristas mataron a los cinco miembros de su escolta y secuestraron al líder del partido que gobernó el país transalpino durante buena parte del siglo XX. Exactamente 55 días más tarde, el cuerpo del político, que llegó a ocupar el cargo de primer ministro hasta en dos ocasiones, fue encontrado sin vida en el maletero de un Renault 4, a pocos pasos de la sede del partido.
Durante esos casi dos meses de secuestro se desató un intenso debate en Italia sobre si se debía negociar con los terroristas para liberar al líder democristiano que, desde el piso a las afueras de Roma donde permaneció retenido, escribió varias cartas, entre ellas, una dirigida al Papa Pablo VI y otra al entonces ministro del Interior, Francesco Cossiga, a quien imploró que intercediera por su liberación. Sin embargo, todo esfuerzo fue inútil. Su viuda, Eleonora Chiavarelli, que nunca perdonó a Cossiga ni al entonces recién elegido primer ministro, Giulio Andreotti, no permitió que se celebrase un funeral de Estado.
«No quisieron hacer nada para salvar a mi padre», dice tajante Agnese Moro. «En esos 55 días, la propia Democracia Cristiana defendió la idea de que la dignidad del Estado era más importante que la vida de las personas. No es un juicio polémico, es un hecho», añade. Justo cuando se cumplen 46 años de aquel terrible suceso que conmocionó a la sociedad italiana —y sobre el que aún existen más incógnitas que certezas—, la hija del líder de la DC se sentó al lado de una de los terroristas que participaron en el secuestro y asesinato de su padre para reflexionar sobre la culpa, el perdón y la justicia reparativa en un encuentro organizado por la Oficina para la Pastoral Penitenciaria de la diócesis de Roma.
Agnese Moro, que tenía 25 años cuando se produjo el magnicidio, eligió el silencio durante más de tres décadas para tratar de superar la pérdida de su padre. «Una parte de ti se congela y ese pasado no pasa nunca, no es un recuerdo, es algo que te acompaña cada día. Durante muchos años, cada día mi padre salía de casa, mataban a sus cinco escoltas, después era secuestrado y asesinado. Cada día. Para mí no era un recuerdo». Pero todo cambió cuando se reunió por primera vez con Adriana Faranda a través del sacerdote jesuita Guido Bergagna, que puso en marcha el primer grupo de justicia reparativa en las cárceles italianas. Fue él quien la convenció de que «llevar la máscara de la víctima que debe sufrir para siempre» no era el método más eficaz para superar el propio dolor.
«El padre Guido contactó conmigo el 23 de diciembre de 2009. Al principio le dije que no porque tenía miedo de ofender a mi familia, pero después entendí que lo hacía porque se había dado cuenta del dolor de las personas que han vivido estos sucesos. Fue una sorpresa, porque en 31 años nadie se había interesado por mi dolor. Y esto me hizo reflexionar», cuenta la hija del asesinado.
Adriana Faranda, sin embargo, siempre tuvo claro que quería participar en esta experiencia. «Sentía la necesidad de conocer a Agnese e iniciar este camino», asegura. Se encontraron durante siete años en secreto, casi sin que nadie de su entorno lo supiera. Un camino tortuoso, pero necesario. «Las primeras veces que nos veíamos, la noche anterior no conseguía dormir», recuerda la exmilitante de las Brigadas Rojas, que fue detenida en 1979 y poco después se disoció de la organización.
Durante los 15 años que pasó entre rejas, Faranda tuvo tiempo de reflexionar sobre su pasado y, sobre todo, sobre su futuro, hasta llegar a entender que «cualquier elección que hagamos tiene consecuencias que afectan a muchas más personas de las que imaginamos». Y fue durante este largo camino de maduración cuando en la exterrorista nació «la necesidad de decir “lo siento” a quien se ha sentido herido irreparablemente» por sus propias acciones. «Y bienvenido sea el reproche, porque ayuda a entender cuánto de esa Adriana sigue ahí y cuánto de mí se ha transformado».
Una evolución interior y una toma de conciencia que no todos los presos experimentan, pero que es la base de ese camino de justicia reparativa impulsado por la diócesis de Roma. «La justicia reparativa tiene que ver con lo irreparable, pero lo irreparable es también peligroso porque absorbe energías y provoca sentimientos como el rencor, la desesperación o incluso la propia culpa por no haber podido salvar a quien querías», reconoce Moro.
Un dolor que también experimenta quien es responsable de ese mismo trauma y que, de alguna manera, crea un hilo invisible entre víctimas y verdugos. «Existe una cercanía paradójica que nos une en estos dolores tan diferentes: quién lo sufrió, quién lo infligió. No se pueden comparar, son inconmensurables, están muy distantes. Y, sin embargo, nos unen», asegura Faranda, que confiesa: «Yo me he sentido más comprendida por Agnese que por cualquier otra persona».