¿Un Dios celoso? - Alfa y Omega

¿Un Dios celoso?

Domingo de la 3ª semana de Cuaresma / Juan 2, 13-25

Jesús Úbeda Moreno
'Expulsión de los mercaderes del templo' de A. N. Mironov
Expulsión de los mercaderes del templo de A. N. Mironov.

Evangelio: Juan 2, 13-25

Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo:

«Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».

Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora».

Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «Qué signos nos muestras para obrar así?».

Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré».

Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?».

Pero él hablaba del templo de su cuerpo.

Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.

Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.

Comentario

Durante tres domingos escucharemos el Evangelio de Juan, y no el de Marcos, como venía siendo hasta ahora, con tres imágenes que evocan el misterio pascual de Cristo: el templo, la serpiente y el grano de trigo. En esta ocasión encontramos a Jesús echando a los mercaderes del templo. Se trata de un gesto mesiánico como cumplimiento de las profecías (cf. Zac 14, 21; Jer 7, 11), que expresa el celo de Dios, como leemos en el libro del Éxodo: «Yo el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso» (Ex 20, 5). También los discípulos se acordarán del salmo 69 al ver la acción de Jesús: «El celo de tu casa me devora» (Jn 2, 17. Cf. Sal 69, 10). ¿Qué significa este ser celoso de Dios? Nos responde el mismo Jesús. Los judíos le piden explicaciones por el gesto que acaba de realizar, que muestra su ser celoso por la casa de Dios. «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» (Jn 2, 18). Este es el signo: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré […] Hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2, 19-20). Lo que da razón del ser celoso de Cristo es su entrega, su Muerte y Resurrección; es decir, que Dios es celoso por nuestra salvación, se conmueve hasta el extremo para que encontremos la plenitud de la vida. Le interesa, le urge nuestra felicidad, el cumplimiento de nuestra vida. Jesús es el nuevo templo, el espacio sagrado para el culto en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 21-23), el lugar para el encuentro con la presencia de Dios, la fuente inagotable desde donde brota la salvación para todos los pueblos.

Este es el fundamento de la autoridad de Jesús. Son los hechos los que hacen que Dios sea digno de confianza y obediencia. «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud» (Ex 20, 2). El Señor toma siempre la iniciativa. La obediencia es una respuesta razonable al Dios que nos salva, que actúa en la historia liberando a su pueblo. La ley es una prolongación de la acción salvadora de Dios en la historia, porque solo la relación con el Dios que nos salva es «descanso del alma que alegra el corazón y da luz a los ojos, [una relación] más preciosa que el oro, más dulce que la miel» (cf. Sal 18). Es una relación cuyo fundamento es un amor crucificado, amor hasta la muerte, más fuerte que la muerte; amor que es fuente de sabiduría y fortaleza (cf. 1 Co 1, 23-24). Como dice el teólogo Hans Urs von Balthasar, «solo el amor es digno de fe», digno de confianza y obediencia. La razonabilidad de la fe es la correspondencia del amor de Dios con la exigencia de felicidad que hay en nuestro corazón. La fe es razonable si hace más humana y bella la vida.

De nuevo el horizonte de la Pascua como cumplimiento de la vida del hombre aparece con nitidez en nuestro itinerario cuaresmal. Camino en el que no estamos solos. Jesús no se ha limitado a mostrarnos la verdad de nuestra vida como un modelo que imitar. Jesús nos conoce bien, como dice el Evangelio que nos ocupa esta semana: «Él sabía lo que hay dentro de cada hombre» (Jn 2, 25). Jesús conoce que nosotros somos incapaces de llevar a término con nuestras solas fuerzas la entrega de la vida para ser plenamente felices. Por eso no basta conocer la verdad; es necesario que se nos comunique la fuerza para hacerla vida. Es precisamente lo que pedimos este domingo en la oración después de la comunión: «Alimentados ya en la tierra con el pan del cielo, prenda de eterna salvación, te suplicamos Señor que se haga realidad en nuestra vida lo que hemos recibido en este sacramento». Es Él mismo, que es «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1, 24) el que nos comunica su gracia a través de toda la riqueza de la vida de la Iglesia. Los sacramentos, su palabra, una compañía de amigos que son su rostro resucitado hoy. Cristo sigue encontrándonos y amándonos en los rostros de aquellos que Él pone en nuestra vida para seguirle.