Se buscan respuestas
No creo que sientan nada suyo, ni el convento ni la mano, ni sus propios huesos; son del Esposo y ocurrirá lo que tenga que ocurrir. Las veo poniendo de su parte todo, pero sabiendo que esa parte es tan poca que apenas nada vale. Aunque para nosotros su vida sea una inmensa respuesta
La mano incorrupta de Teresa de Jesús es una reliquia que, si hablase, nos contaría la historia de España con todo detalle. Diez meses después de la muerte de la santa, en 1582, sus restos fueron exhumados. Su cuerpo apareció incorrupto. El provincial de los carmelitas decidió entonces cortarle la mano izquierda y entregársela a las descalzas de San José de Ávila para que fuese venerada. Años después, la mano fue trasladada a un convento de Portugal, país en el que permaneció hasta 1910. Las carmelitas portuguesas se dispersaron por monasterios españoles y la mano acabó en el convento de Ronda en 1924, fecha de su inauguración. Sin embargo, doce años después, en plena Guerra Civil, el convento fue asaltado y la mano desapareció hasta que, al tiempo, se recuperó y envió a Valladolid, donde Franco se encontró con ella. Tras pedir autorización a la Iglesia, se quedó con la reliquia. Dicen que ocupó un papel destacado en su capilla personal del palacio de El Pardo. A su muerte en 1975, la mano de santa Teresa regresó a Ronda, donde las carmelitas han seguido cuidando de ella. Hasta ahora. Porque la pandemia y una serie de muertes imprevistas han reducido a cuatro el número de religiosas, cuando el Vaticano exige al menos seis para mantener operativos los conventos. Así que sor Jennifer y sus tres hermanas, una de ellas con alzhéimer, han hecho un llamamiento para que otras hermanas se unan a ellas. Se buscan monjas, han titulado la mayoría de los periódicos que se han hecho eco de su historia. En realidad, la vocación no es algo que se busque, sino algo a lo que se responde. Santa Teresa es el más claro ejemplo de ello: toda su vida fue responder a una llamada, construir un sí doliente a una pregunta que, a lo largo de los años, rasgó sus noches oscuras. Ahora sus hijas mantienen sus enseñanzas en los mismos muros, vistiendo las mismas ropas, rezando entre pucheros, «sufriendo cuantos golpes les dieren, sin dar ninguno, porque su oficio es padecer como Cristo, llevar en alto la cruz, no dejarla de las manos por peligros en que se vean». Me imagino yo un día cualquiera a ese lado de la reja, me las veo mirándose con silencio y hablándose con los ojos, madrugando lo de siempre, trabajando como nunca, orando para que les lleguen vocaciones maduras para poder mantener el convento y esa mano de quien les descalzó el monte Carmelo. Que no es para ellas, claro, sino para quienes, desde Irak, Cincinnati o Melbourne van allí a arrodillarse; ellas, en realidad, son cada vez menos propias. No creo que sientan nada suyo, ni el convento ni la mano, ni sus propios huesos; son del Esposo y ocurrirá lo que tenga que ocurrir. Las veo poniendo de su parte todo, pero sabiendo que esa parte es tan poca que apenas nada vale. Aunque para nosotros, que miramos el mundo desde este otro lado de la reja, su vida sea una inmensa respuesta.