Bendecid, no maldigáis - Alfa y Omega

Bendecir. Decir bien. Bendecir, reconocer la huella de Dios en cada cosa, en cada tiempo, en cada ser humano. Bendecir, dejar que el Espíritu nos haga partícipes de su proyecto de comunión, conscientes de nuestra fragilidad, sedientos de esperanza. Bendecir en momentos de confusión, de confrontación, de odios, de hipocresía, de trazos gruesos. Bendecir, con signos de solidaridad, en el silencio y en la mano que acompaña, en el compartir, en la fiesta y en el agradecimiento. Bendecir, ante la pérdida que nos abre a la trascendencia, en las lágrimas sanadoras, en la inocencia de los niños. Bendecir, frente al desastre y al mal, al egoísmo y a la violencia, a la brutalidad y al olvido. Bendecir, con las manos alzadas al cielo, conscientes de que la bendición no la damos nosotros, acogida de aquello que el mismo Dios nos ha regalado como oportunidad para la felicidad y la bienaventuranza. Bendecir, disfrutando de cada encuentro, de cada persona, de cada atardecer, de cada verso, del sello divino que habita y es presencia. Bendecir, cuando la tormenta asusta, cuando buscamos refugio, ante la soledad y el sufrimiento. Bendecir, para librarnos del mal, para que venga tu Reino, para perdonarnos en las ofensas propias y ajenas, para cultivar un nosotros. Bendecir, no como superstición o como magia, sino como luz y manantial. Bendecir, para ahuyentar el orgullo y la soberbia, para mirar con ojos de pobre, con alma de pobre, con pies de pobre. Bendecir, sin caer en ingenuidades pero colmados de ternura, educando nuestra alma para percibir más hondo. Bendecir, escuchando el corazón, abrazando, dejándose seducir por un amor entregado hasta la muerte y una muerte de cruz. Bendecir, parando el reloj, jugando fuerte, soñando bienaventuranzas. Bendecir, contra todo pronóstico y frente a agoreros y videntes. Bendecir, como las olas del mar, como el sol y la luna, como el olor a café, como la sonrisa de un niño o de un anciano, como el viento en el rostro.

Quizá este es un desafío de nuestro tiempo, de todos los tiempos: reconocer esa presencia del Espíritu, creer que Dios es Dios y, obviamente, es mucho más grande que nuestras estrechas y limitadas percepciones. Y entonces sentirnos libres, agradecidos y bendecidos para, a su vez, poder bendecir.