La última memoria de la Conferencia Episcopal Española desvela que ahora se celebran 35.000 enlaces matrimoniales por la Iglesia, la mitad que en 2012 y más de tres veces menos que hace 15 años. Por otro lado, nos encontramos encuestas como la de la Cátedra Amoris Laetitia de Comillas, que claramente detecta un mayor aprecio por la institución matrimonial entre los menores de 35 años y que los jóvenes se divorcian mucho menos. Según datos del INE, en 2022 los divorcios de menores de 40 años se redujeron un 41 % respecto a diez años atrás. También bajaron el 12 % los de los cuarentañeros. En cambio, los de mayores de 50 años continuaron incrementándose un 15 %.
Lo primero que habría que considerar es que el 70 % de los españoles mayores de 18 años tiene pareja y solamente un 6 % no quiere tener pareja. El restante 24 % está abierto a la posibilidad, pero por diferentes circunstancias no ha encontrado a alguien. Por tanto, el amor continúa siendo el principal horizonte vital de las personas. Esas parejas encontrarán distintos modos de institucionalización y la mayoría de ellas, si es amor de verdad, continuarán juntas toda su vida. En realidad, la gran mayoría de uniones convivenciales son matrimonios sociales que no han dado el paso de tener personalidad jurídica.
El matrimonio ha sufrido un desgaste excesivo como institución, y está injustamente minusvalorado. Durante décadas ha experimentado una crítica que lo ha ido depurando de los elementos que habían hecho poner la institución sobre la libertad de las personas. Pero, por otro lado, no se ha puesto en valor la enorme felicidad que ha supuesto el matrimonio para muchos millones de personas en el mundo a lo largo de toda su vida. Al haber proyectado sobre el matrimonio las luchas entre izquierda y derecha, se ha desestimado y estigmatizado acríticamente.
Es verdad que el matrimonio se ha convertido en una opción contracultural por tres razones. Primero, porque el amor verdadero busca amar con toda la vida y amar de verdad lleva toda una vida. Esa lógica sempiterna choca con la mentalidad de precariedad que se ha inoculado en la sangre de las nuevas generaciones. El 46 % de los jóvenes cree que si un amor es de verdad, es para siempre. Parece que no pudieran estabilizarse hasta casi los 40 años. Se ha puesto por delante del amor de la vida la carrera laboral, la obtención de un piso estable y llevar una vida que logre aquellas experiencias que parece que estamos obligados a tener para ser socialmente aceptables. Esto es muy conveniente para los mercados y muy negativo para los jóvenes, que son inducidos a dejar aparcado el amor y los hijos. Si hubiera sido una conspiración hipercapitalista, no se podía haber hecho mejor.
La segunda razón es que el matrimonio es la primera base de la sociedad civil; es una sociedad de dos en el mundo. Es la mínima comunidad de máxima intimidad entre iguales. El matrimonio como realidad jurídica reconoce que la pareja tiene personalidad social como tal, se compromete con sus redes familiares y amicales, forma un hogar que tiene responsabilidades vecinales y medioambientales. Es una unidad social. Esto parece ir en contra del fuerte individualismo que nos han inyectado en el cuerpo. Casarse es celebrar que juntos formamos una casa y ofrecer nuestra pareja como constructora del mundo.
La tercera razón de la contraculturalidad del matrimonio es que lleva asociada la entrega entre los dos miembros de la pareja y la entrega juntos a los demás, especialmente a los hijos. Esa entrega parece contravenir el mandato utilitarista al que casi estamos obligados a riesgo de parecer idiotas. Sin embargo, la entrega a los hijos es una estructura básica de la propia vida. Casi todas las personas que tienen hijos declaran en las encuestas que es lo más importante y lo mejor de su vida. Sin embargo, de nuevo vivimos engañados y lo desplazamos hasta que el mercado nos conceda empleo, carrera y piso.
Sin embargo, el matrimonio es lo más conveniente para cualquier pareja joven. Casarse convoca las mejores fuerzas, suscita la solidaridad con ellos, les hace enfrentarse mejor y juntos a los desafíos, ahorra costes, les hace organizar sus prioridades, pone en sus manos todos los papeles de adultos. Y hay cada vez más ayudas. Pero parece que quieren convencernos de que no es posible, de que el mercado no lo permite, de que no somos suficientemente maduros.
Quizá lo más importante sea el desgaste simbólico que ha sufrido el matrimonio. Hasta la palabra suscita rechazo en muchos jóvenes. Y ante ello, es preciso que la experiencia de tantos matrimonios sea transmitida. Primero, en las familias. Segundo, en la sociedad civil y cultural. Es necesario revelar la alegría del matrimonio y rebelarnos contra el secuestro del que son víctimas la vida y el amor.